viernes, 24 de noviembre de 2017

LA VIDA ERA ESTO


Nos asomamos al mundo por una ventana por la que pasa, trepidante, la vida. O eso es lo que nos hacen creer y creemos. Creemos que la vida es la pelea por el reparto de los dineros entre las distintas comunidades autónomas, o los paseos de Puigdemont por Gante con el oportunista regalo de un vendedor callejero incluido. Creemos también que la vida son las bravuconadas de esos dos dementes que gobiernan, uno por elección y otro por herencia siniestra, Estados Unidos. creemos que la vida tiene la cara de ese personaje, Albert Rivera, que mira no desde sus ojos, sino desde detrás de ellos, con ese patético cálculo del que se quiere quedar con todo y no se para en barras ni en códigos éticos que, para él, son de quita y pon. 
Creemos que la vida es ese encadenado de mentirosas últimas horas que llegan a la pantalla con retraso y sólo cuando al histriónico presentador le conviene, para coser esas cansinas conexiones, siempre las mismas, siempre con los mismos, baratas y vistosas, que deforman cuando no esconden la realidad que debería interesarnos.  Creemos, nos hacen creer, en el brillo de los flamantes coches, de "alta gama" que ponen en manos de futbolistas, incapaces algunos de conducir su propia vida sin causar algún destrozo, porque se creen únicos, más guapos, más fuertes y más ricos que el resto de los mortales y con derecho a despreciar a quien no está, hombre o mujer, a su nivel y a abusar de ellos, sin respetar su dignidad ni su libertad.
Nos hacen soñar con el triunfo, con la gloria y el dinero que todo lo puede, nos hacen creer que la felicidad consiste en firmar autógrafos, servir de excusa para un selfi, tomar copas en discotecas de lujo o irse a la cama con chicos o chicas llenos de juventud y belleza, como las flores ya cortadas, hermosos cadáveres, dispuestas para lucirlas un día, unas horas, pero sin arraigo, sin pasado ni futuro.
Nos hacen creer que la vida es eso, pero no. Nada más lejos de la realidad. La vida es esa anciana que, con razón o sin ella, te pide para un café caliente cualquiera de estas frías mañanas. La vida es tener lo justo en la cuenta corriente. La vida es tener que esconder el sueldo a los grandes almacenes a los que, en un momento de debilidad, les compraste lo que no podías pagar. La vida es irse a la cama, i no siempre, apenas con un vaso de leche y unas galletas. La vida es no tener agua caliente ni calefacción, la vida es, como le pasó a Ramona en Reus, morir en una habitación helada, asfíxiala por el humo del incendio provocado por la miserable vela que tienes para calentarte.
La vida nada tiene que ver con lo que nos cuentan desde esa ventana por la que pasa trepidante una realidad que no lo es.
La vida tiene más que ver con ese morirse solo como Antonio, el vecino de San Blas en Madrid, sin que nadie te eche de menos en más de cuatro años, sin que nadie repare en tu ausencia o en la triste presencia de tu cadáver hasta que los impagos del alquiler o la hipoteca lleven al juzgado ante tu casa. Cuatro años, una legislatura, cuatro ligas, cuatro champions, un montón de óscars y premios Goya, cuatro inviernos, cuatro primaveras, veranos y otoños sin que nadie se acuerde de ti ni te necesite, cuatro años en los que sólo has existido para la fría e imparable burocracia que, al final, como a Antonio acaba por alcanzarte.
Sin embargo, lo peor de todo es que, lo he comprobado esta mañana cuando buscaba la noticia, el final de este vecino de San Blas, muerto en la misma soledad que le ha velado durante cuatro años, no es tan raro, porque, de vez en cuando, ancianos y jóvenes, hombres y mujeres, acaban sus días solos, lejos de quienes les han olvidado, quizá porque ya no les necesitan.
Al final, la vida no es la que parpadea en la pantalla del televisor. Al final, la vida era esto.