En siglos pasados, las grandes revueltas, las guerras, se
hacían por la tierra. Los dueños de la misma, aristócratas y burgueses
terratenientes, asfixiaban tanto a sus aparceros, exigiéndoles las rentas y las
cosechas, sin importarles si el tiempo había sido compasivo con ellas o
inclemente, exprimiéndoles de tal manera que, demasiado a menudo, la
únicas salida eran la emigración o la revuelta.
Hoy las cosas son distintas, o quizá no tanto. Hoy las
máquinas han sustituido al hombre en el campo, los grandes tráileres a las
carretas y las grandes superficies a los mercados locales, pero la explotación
sigue siendo la misma, aunque tenga lugar en otro escenario. Hoy, los hijos y
los nietos de aquellos campesinos que dejaron el campo para buscar en la ciudad
el pan que más el amo que la tierra les negaba, se encuentran con que la misma
codicia, la misma crueldad, la misma dureza de los amos de antaño es la que les
deja sin trabajo o recorta los salarios hasta hacer insoportable la esperanza
para sí y para sus hijos.
También en las ciudades y en las fábricas en las que
buscaron refugio quienes huían del hambre de la tierra que les vio nacer, las
máquinas están sustituyendo la fuerza de trabajo y sirven de coartada o de
amenaza para que los trabajadores vean reducidos sus salarios, cuando no
arruinada su vida laboral. Tampoco escapan a esa ruina los hijos a los que
quiso dotar del arma de la educación, invirtiendo sus ahorros en carreras que
ahora son casi un obstáculo a la hora de encontrar trabajo. La codicia de los
nuevos amos, parapetados tras la máscara de una sociedad anónima y obedeciendo
las consignas de los mercados, con gobiernos que aparentemente elegimos todos,
también nosotros, pero les sirven y obedecen a ellos, esa codicia, no tiene
límites y, como los viejos dioses, a cada sacrificio que se les ofrece, exigen
otro, más cruel y más sangriento.
Es lo que ocurre en España, donde, a pesar de que una gran
parte de los trabajadores, cada vez mayor, está renunciando, incluso, a las
conquistas que lograron sus padres: una vivienda, las vacaciones, una familia,
el futuro, no son capaces de llegar a fin de mes con el salario que ganan, si
es que tienen la suerte de ganarlo. Es lo que ocurre en un país que, como
África, aunque sin pateras, manda a lo mejor de su juventud a ganarse la vida
al extranjero, con pocas esperanzas de regresar y devolver a su país el
esfuerzo llevado a cabo por todos en su educación.
Ancianos desatendidos, niños que pasan hambre, gente
viviendo y durmiendo en las calles, viviendas que se deterioran día adía, en
las que se pasa demasiado frío o demasiado calor, todo lo que nos duele a los
de abajo, a los que estamos a pie de calle, parece ser invisible para nuestros
gobernantes y, no digamos ya, para ese oráculo maldito en que se han convertido
organismos antidemocráticos, como el FMI, gobernados por personajes corrompidos
y siniestros que se permiten decirnos cuanta hambre y cuanta desigualdad
podemos padecer.
Organismos que se permiten decirnos que esos salarios que no
dan para llegar fin de mes deben bajar aún más, que deben bajar también las
pensiones, que tenemos que pagar do veces las medicinas que ya pagamos
con nuestros impuestos, abaratar el despido y subir el más injusto
de los impuestos, el IVA. Quizá siguiendo una siniestra estrategia diseñada por
quienes puentean o "sobornan" a los que elegimos para defendernos y
gobernarnos, para convertirnos en un país de pobres y dóciles, en un silo de
mano de obra barata para sus fábricas y para servirles en sus vacaciones. Un
país en el que el trabajo digno no sea ya un derecho constitucional, sino unas
migajas que, de vez en cuando, caen del mantel de sus grandes festines,
Pero los puestos de trabajo, como pedían los campesinos hace
un siglo y antes que fuese la tierra, han de ser para quienes lo trabajan. No
para esos codiciosos que lo exprimen y nos exprimen hasta la desesperación que,
con suerte, lleva a la revuelta.
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1 comentario:
El taxi para el que lo trabaja....
Saludos
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