Por más que a algunos nos pareciera imposible, lo han hecho:
el afán privatizador de este gobierno, al que una mayoría suficiente
de ciudadanos, tan inconsciente como estúpidamente, han dado con
su voto la potestad de hacerlo, ha llevado al Partido Popular, con el apoyo de
CiU y PNV, a privatizar la seguridad en alginas de las calles de
nuestras ciudades. Resalto el hecho de que el PP tiene votos suficientes para
hacerlo, porque desgraciadamente es así y porque, si es así, es porque
todos, todos, por acción u omisión le hemos dado poder para hacerlo. Se la
hemos dado los que le votaron hace dos y los que no nos empeñamos lo
suficiente en convencerles para que no lo hicieran.
Cuando escuché ayer que se había aprobado la nueva ley y
que, gracias a ella, los vigilantes a sueldo de empresas de seguridad podrán
detener, identificar, cachear y retener en la calle a los sospechosos de haber
cometido delitos dentro los centros comerciales o recintos que custodian, me
vino a la memoria un desagradable incidente vivido a las puertas del Corte
Inglés en la calle Mesonero Romanos de Madrid hace ya unos años.
Pude ver aquel día, aquella tarde de verano, como un par de
"chaquetas rojas" armados de walkies dirigían a otros elementos, de
paisano y también con walkies, que cercaron, derribaron, patearon e
inmovilizaron en el suelo a un individuo, después de lanzarle contra un
escaparate. Y no sólo eso. A mí que me detuve y les grité indignado
que no podían hacer aquello, me miraron de ese modo que no quiere decir otra
cosa que "¿quieres ser el siguiente?". Recuerdo que fue tal mi
indignación que llamé a la Policía, para denunciar que había presenciado una
detención ilegal o, quizá, un secuestro, porque después de agredirle como le
agredieron, le condujeron al interior de los almacenes a través de la puerta
que, junto a la rampa del parking, utilizan los empleados para entrar y salir
de la tienda. Me temo que la Policía nunca acudió a mi llamada, pese a la
amabilidad con que me atendieron, y me temo también que el “detenido"
se llevaría más de un golpe cuando le escondieron de las miradas
incómodas.
Recuerdo otro incidente, sucedido esta vez en las
instalaciones del metro de Madrid, donde un vigilante de seguridad y otro
empleado asistieron impasibles a los intentos de una madre para bajar las
escaleras con su hijo en la silla, en una de esas estaciones, casualmente de
barrios obreros, a las que Aguirre se olvidó de poner ascensores. Yo que,
como sabréis, no veo como quisiera me arriesgué a ayudarla, mientras criticaba
en voz alta -la boca me pierde- la actitud del vigilante y su compañero de
charla y fue entonces cuando me enteré por uno de ellos de que tienen prohibido
prestar ese tipo de ayudas para evitar responsabilidades para la empresa en
caso de que se produjese un accidente.
Es eso lo que podremos esperar de los vigilantes, que
defiendan los intereses de la empresa y no los de los ciudadanos, que nos
partan la cara si consideran que hemos robado un libro, aunque no sea cierto y
que nos dejen rodar por las escaleras, para no comprometer a su empresa. Menudo panorama, porque quienes, como yo, paseamos
habitualmente por la calle Preciados de Madrid vamos a hacerlo por un
territorio sin ley, por exceso, en el que quedaremos privados de la seguridad
que pagamos con nuestros impuestos, igual para todos, ejercida por personal
preparado para ello, dispuesto a auxiliarnos si es preciso y responsables ante
sus jefes. Porque, cuando la ley entre en vigor, las calles de nuestras
ciudades, especialmente las comerciales, pasarán a ser un inmenso Madrid Arena,
en el que la Policía de todos y nuestros derechos serán sólo personajes
secundarios.
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