lunes, 21 de enero de 2019

EL DOLOR COMO ESPECTÁCULO


Tengo una amiga que lleva días sin poder ver telediarios, porque tiene un niño al que, como no puede ser de otro modo, algunas noticias le impresionan y le llevan a hacerse preguntas o, lo que es peor, a quedarse en un silencio preocupante que es en sí mismo como una gran pregunta que plantea a todos esos adultos, entre los que debemos incluirnos, que no se plantean si es necesario montar un circo de cámaras, micrófonos, unidades móviles y curiosos cada vez que una desgracia se cierne sobre una familia o una localidad, alimentando irresponsablemente ese morbo enfermizo que da tanta audiencia y tanto dinero y que cuesta tan poco sostener.
Lo de mi amiga y su niño, evidentemente, no se lo plantean quienes se revuelcan día sí y día también en el morbo, fingiendo solidaridad y sentimientos, con gesto grave, dirigiendo desde el estudio o el plató a su infantería, toda una legión de mercenarios mal pagados, dispuestos a poner el micrófono delante de madres desgarradas o vecinos locuaces y ansiosos por aprovechar sus quince segundos de gloria ante la audiencia. Qué decir de los sentimientos de los directores de los programas, dispuestos siempre de dar una vuelta de tuerca más, de forzar a esa infantería a saltarse cordones de seguridad y de decencia, para ir más lejos que la competencia. Qué decir de los directivos de todas esas cadenas, incapaces de otra cosa que no sea traducir el dolor, el morbo y el share que provocan en otra cosa que la cuenta de resultados, gente que no quiere gente con escrúpulos a su lado, porque para chapotear en el morbo, los escrúpulos estorban.
Quizá por eso, este fin de semana, han dado más importancia al intento de rescate, ya desesperado, del niño atrapado en un pozo del campo malagueño, que a la crisis de Podemos o al maquillaje de brocha gorda con que el PP ha pretendido disimular este fin de semana el claro desnorte de su intrépido líder, Pablo Casado. Quizá por eso quienes esperábamos recibir de los telediarios un poco de información nos hemos visto obligados a abonar el impuesto de largos reportajes, con especialistas de aquí y de allá, con vecinos, con algún que otro familiar y, siempre, con ese plano del ajetreo, ese sí responsable, en torno al pozo del que se pretende extraer, ya con pocas esperanzas, de hacerlo con vida.
Tuvimos que verlo el fin de semana y llevábamos días viendo ese espectáculo absurdo y doloroso de informaciones vacías y "de compromiso", en cada telediario, en cada programa, sin que nada hubiese pasado, bueno o malo, conformándose y pretendiendo conformarnos con la más o menos previsible agenda de los acontecimientos, que es lo que cuenta un periodista cuando no tiene nada que contar, quejándose de retrasos en la comparecencia de este  aquel técnico, asumiendo un protagonismo tan injusto como soberbio quienes deberían ser meros transmisores de la información, sin especulaciones ni, mucho menos, "adornos" ni exageraciones.
No me gusta el camino emprendido hace ya años por los medios de comunicación en España, falta en ellos la responsabilidad que yo he conocido en otros tempos y sobran el morbo y el espectáculo que tan bien retrató Billy Wilder en "El gran camaval", la historia del rescate de un arqueólogo atrapado en una cueva que atrae a todo un circo mediático, convirtiendo las inmediaciones en una feria y el mismo rescate en un programa de suspense, prolongado artificialmente a la vista de la audiencia que consiguen las "entradas" desde los alrededores de la cueva.
Por desgracia, la suma del dolor, la incertidumbre y el tiempo que corre en contra del final esperado, convierten la información en un espectáculo morboso, en ese gran carnaval que nos sonrojó en la película de Wilder.

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