viernes, 2 de junio de 2017

LA HIDRA, EN GÉNOVA


Quienes aman la mitología conocen de sobra el mito de la hidra de Lema, ese monstruo de nueve cabezas, una especie de manojo de feroces serpientes, cuya principal virtud era la de regenerar cada una de esas cabezas cada vez que algún valiente osaba cortarlas. Fue Hércules quien, ayudado por su sobrino y cumpliendo uno de los doce trabajos que le habían encargados los dioses, se deshizo del monstruo después de cortar todas y cada una de sus cabezas.
La mitología no era más que un camino para explicar en las culturas clásicas, de una forma amena y a menudo apasionante los vicios y virtudes de la humanidad, encarnados en los héroes y monstruos que la protagonizan. Hoy, a la velocidad que se producen los cambios, nadie tiene ya paciencia para leer o escuchar a los clásicos, pero conviene recordar que aún existen hidras y que se necesitan héroes que, con o sin ayuda, nos libren de ellos.
El peor de todos esos monstruos, al menos en España, es esa corrupción que vive de nuestra desgracia alimentándose de nuestro esfuerzo, de nuestros impuestos, para hacerse fuerte y someternos a veces por el miedo, a veces por la resignación. La corrupción aquí, en España, es un monstruo de múltiples cabezas, tantas como gobiernos han caído en manos de quienes han convertido la política en un medio de vida, y de la buena, y se han convertido ellos mismos en instrumentos de todas esas empresas que parasitan la administración.
Demasiadas cabezas para un sólo héroe, demasiadas para esos jueces y fiscales que se enfrentan a cada una de ellas, pero también a ese enorme cangrejo que envían desde las tinieblas del infierno del poder para morderles los pies y así distraerles de la complicada tarea que les espera. Demasiadas, porque, cada vez que se corta una de ellas y se queda su hediondo cuello al descubierto, aparecen en él nuevos brotes, nuevos indicios de una infección mayor. 
Ayer, cansada de batallar contra los fiscales honrados que son los más, contra la sociedad y la prensa, la cabeza que tenía el rostro del impertérrito Manuel Moix, se rindió. El fiscal se fue a su casa, mejor dicho, a su plaza en el Supremo, mientras sus jefes Maza y Catalá, preparan su recambio un "no queréis caldo, pus tomad dos tazas" que culmine el trabajo emprendido por Moix. agarrotar la fiscalía que persigue a sus patrones, y que ahora se ha quedado a medias.
Lo ideal, y lo difícil, es que, cortada la cabeza que representaba Moix, fuesen cayendo después todas las demás, las de esos fiscales y jueces que actúan de parte, los que visten de tecnicismos decisiones que, para los demás, resultan inadmisibles. todos esos abogados obstruccionistas, a sueldo de los poderosos, sean políticos, narcotraficantes o empresarios, que recurren y cada decisión del instructor, que juegan con los aforamientos de sus clientes, con el único fin de ralentizar la instrucción de la causa, para conseguir la prescripción de los delitos de los que se les acusa.
Cortada la cabeza ocupada por la mente fría, cínica y un tanto amoral de Moix, es preciso acabar con las que tenía al lado, las del Fiscal General del Estado, José Manuel Maza, muy del estilo de la de Moix y la del ministro Rafael Catalá que, sin mover un músculo de la cara, defiende a muerte a Moix por la mañana, para dejarle caer por la tarde. Pero, siempre, sin olvidar que, de todas las cabezas de la hidra, la más peligrosa es esa que parece dormida, que finge no enterarse de nada, pero que está detrás de lo que hacen o dicen todos los demás y, en el fondo, es el monstruo en sí mismo, Mariano Rajoy. que, desde las madrigueras en las que habita, sea en el palacio de La Moncloa o en la sede de la calle Génova, vive y trabaja para alimentarse de nuestro miedo y nuestra resignación.