Han pasado tres días y una noche desde que, en la noche del
sábado, tres crueles fanáticos sembraron el terror en la noche londinense,
dejando a su paso siete muertos más de una treintena de heridos y, al menos, un
desaparecido, que no es otro que el español Ignacio Echeverría, del que no se sabe
nada desde que fue visto defendiendo a una de las víctimas, una mujer, armado
tan sólo de su monopatín, frente al fanatismo y la hoja del cuchillo de su
atacante.
No hay ninguna duda de que el sangriento ataque del fin de
semana es responsabilidad de los tres fanáticos, pero mucho me temo que, por lo
que vamos sabiendo, dicha responsabilidad no es sólo de ellos, como tampoco
todo el dolor causado se le puede atribuir. Me refiero, claro está a esa
actitud tan cruel como flemática de las autoridades británicas, incapaces de
identificar a las víctimas o, si es que ya lo han hecho, de ponerse en contacto
con sus familias para sacarles de la terrible incertidumbre que les angustia
desde hace tres días.
A Theresa May le está pasando lo mismo que le ocurrió a Carlos
Arias Navarro, que pasó de ser el ministro de la gobernación a presidir el
último gobierno franquista, tras la muerte en atentado del delfín de Franco,
Luis Carrero Blanco, le ha tocado presidir un gobierno "tocado"
seriamente por las consecuencias de su anterior gestión, porque, si Arias
Navarro estaba al frente de la Policía que no supo o no pudo evitar el atentado
que se llevó por delante la sucesión franquista, Theresa May tuvo a sus órdenes
a la policía que sabía de la existencia y el fanatismo de al menos dos de los
tres asesinos que sembraron el terror el sábado, que, sin embargo,
pudieron llevar a cabo su histérica matanza.
Algo ha fallado en la inteligencia británica, que tenía
indicios suficientes de que estos individuos eran capaces de hacer lo
finalmente hicieron y no hay otra responsable más directa que quien en tiempos
del desastroso Cameron se ocupaba del ministerio del Interior, diezmó a las
fuerzas policiales en su afán de recortar gastos y, como ha quedado claro, no
se ocupó de hacerla más eficaz. más inteligente.
Quizá por eso la única información que se repitió hasta el
hartazgo en las primaras horas tras el atentado fue la de que a las fuerzas
policiales les bastaron ocho minutos y medio centenar de balas para abatir a
los terroristas, acabando con su vida y con cualquier posibilidad de
convertirse en hilo conductor de la investigación. Una información que trata de
tapar los tremendos agujeros que han quedado al descubierto con esta segunda
matanza con un vehículo y cuchillos, con un puente como escenario.
Theresa May sólo ha tenido una respuesta, no la mejora de
las condiciones de los guetos de los que emergen los terroristas, para dejarles
sin argumentos, no rebajar el ardor guerrero, ese afán de matar moscas a
cañonazos, a sabiendas de que con cada cañonazo se multiplican y se fanatizan
aún más "las moscas", no intensificar la vigilancia sobre los
fanáticos que, las más de las veces, son señalados por sus propios vecinos. No,
la solución es la de quienes están lejos de la gente y de sus problemas y, por
eso, creen que la solución está en recortar nuestros derechos, en convertirnos
a todos en sospechosos, en censurar cualquier cosa que no les guste y en las
redadas y los palos de ciego policiales, limitando las garantías judiciales que,
a todos, incluido el peor de los criminales, nos asisten.
Y mientras maquina, con el agua electoral al cuello,
consciente de su parte de responsabilidad en lo ocurrido, se permite tener en
vilo, en aras de no sé qué protocolos, de no sé qué estrategia policial, a
decenas de familiares y allegados de las víctimas que no saben a estas horas el
estado de sus seres queridos y ni siquiera si están entre los heridos o entre
los fallecidos, algo impensable en un país civilizado, algo de sobra superado
en tragedias de mayores proporciones como los atentados de Atocha la sala
Bataclan o el aeropuerto y el metro de Bruselas. Una situación injusta que suma
mediante esa demostración de torpeza dolor al dolor. Es lo que tiene la flema,
esa presunta virtud de la que hacen gala los británicos, que no es más que
contención o disimulo y, por eso, cuando la flema no basta, cuando se pierden
los nervios, la templanza se torna en histeria y en injusticia ciega.
1 comentario:
Muy bien analizado ...
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