Hace unos días escuché a Pablo Casado, ese joven valor del
PP forrado de títulos académicos de rimbombantes nombres en inglés, criado a
los pechos de Aznar, del que fue jefe de gabinete con sólo veintiocho años,
decir que hay quienes, se refería a Podemos y el PSOE, para ser felices, tienen
que cambiar el nombre de las calles, pero que ellos, el PP, sólo quieren ser
felices. Olvida y, lo que es peor, desprecia el hecho de que hay en España
demasiada gente que, para poder ser felices, necesitan que desaparezcan de las
calles y plazas los nombres de quienes acabaron con la vida de muchos de los
suyos y, de paso, con la felicidad y la esperanza de los derrotados, gentes
obligadas a pasar todos los días por delante de estatuas y placas que les
traían malos recuerdos de años y años de dolor y miseria.,
Las palabras de este petimetre pretendían dar respuesta a la
decisión del Ayuntamiento de Madrid por la que, en cumplimiento de la decisión
aprobada por la mayoría de los vecinos en consulta pública y abierta de
devolver el nombre original de Parque Forestal de Valdebebas al parque
apresuradamente bautizado como Parque Felipe VI, por una Ana Botella en fuga
tras su más que desastrosa gestión del ayuntamiento madrileño. Una decisión que
parece ser, para el PP, motivo de existencia hasta que, de aquí a dos años, se
celebren nuevas elecciones a las que, por lo anunciado por el escudero de una
más que callada Esperanza Aguirre, abrumada por el aliento del juez y la
Guardia Civil en su nuca, el PP llevará la restitución del regio nombre como
principal promesa. Una polémica, ésta, que el rey podría zanjar renunciando
públicamente a que el parque lleve su nombre en contra de la voluntad de los
vecinos expresada en las urnas.
La de los nombres, es una polémica demasiado viva en un país
de vencedores y vencidos, en el que tras la sangrienta guerra civil se
rebautizaron calles y plazas con los nombres de los "mártires" de uno
de los bandos, el "generalísimo" o la fecha de aquel pésimo golpe de
estado que tardó tres duros años de guerra, centenares de miles de muertos y
gran parte de la nación destruida en imponerse. En casi cuarenta años de guerra
y dictadura se apearon de las paredes las placas con los nombres de poetas y
escritores, alcaldes, diputados y presidentes, virtudes del hombre y su
civilización, países alineados en "el otro bando", intelectuales,
músicos y todo aquel que no hubiese dejado claro desde el primer momento su
adhesión al régimen.
Un espectáculo horrendo, de consecuencias nada éticas ni
estéticas, al que nos cuesta poner fin, echar el telón, porque hay quien no
está dispuesto a devolver las cosas a su ser, en cumplimiento de la ley y no
hace sino poner palos en las ruedas del sentido común. En uno y otro lado,
porque también hay, Madrid es un ejemplo, quien irreflexivamente se ha
apresurado a arrancar placas que tenían su razón de ser y que han tenido que
ser repuestas, con los consiguientes sonrojo y pérdida de argumentos y de razón
para quienes pretenden hacer las cosas serenamente.
Simultáneamente, se ha aprobado una moción para retirar de
varios hospitales madrileños el nombre que se les impuso y que no es otro que
el de miembros de la familia real, nombre que confunde a quienes tienen que
acudir a ellos, porque nadie o casi nadie sabe que él, "Infanta Leonor"
está en Vallecas o el "Infanta Cristina" en Parla. Creo que, en el
caso del hospital de Parla, que lleva el nombre de quien se lucró con los
trapicheos de su marido y que por ello fue condenada al pago de una importante
multa, el cambio está más que justificado. Y no sólo eso debería servir de
precedente para que, en el futuro, no se dé a lo que es de todos el nombre de
personas vivas, más aún, de niños que, cuando crezcan, puedan avergonzarnos
como lo ha hecho la hermana del rey.
El consejero del PP ya se ha opuesto al cambio de nombre
porque, dice, nos va a costar medio millón de euros. Yo, personalmente, creo
que valdría la pena y que bastará con que "los suyos" dejen de meter
la mano en la caja, para compensarlo sobradamente.
Por último y sin dejar de lado los nombres, en un precioso
barrio de Madrid, cuyas calles se llenan cada día de gentes de toso los colores
y todas las lenguas, una fuente, la de Cabestreros, justo al lado de un popular
restaurante africano, conserva la placa que acredita que fue construida en
tiempos de la república, un poco más abajo, siguiendo la calle Mesón de
Paredes, una plaza, la ·de las Escuelas Pías", reducto que fue de los
sublevados en julio del 36, acaba de ser bautizada con el nombre de un
extremeño de nacimiento, Arturo Barea, madrileño de adopción hasta que, como
perdedor, tuvo que emprender el exilio y, desde Londres, dio a conocer a todo
el mundo el Madrid más popular. Un poco más allá, un pequeño rincón, apenas una
plaza, recibirá muy pronto el nombre de Gloria Fuertes la poeta, poeta de
guardia, más querida, sin ellos saberlo, de los madrileños, símbolo de tantas
cosas, que nació un poco más allá, en la calle de la espada.
Me dijo una vez mi amigo Fernando Delgado que nada hay más
triste que que den tu nombre a una calle y, pasados los años, nadie se acuerde
que quién eras. Creo que aún es más triste que tu nombre en una placa
traiga sólo malos recuerdos.
1 comentario:
Un gran artículo...
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