miércoles, 5 de octubre de 2016

HACE UN SIGLO


Hace un siglo, millones de jóvenes europeos, como los jóvenes españoles ahora, no tenían trabajo. Tampoco, como muchos jóvenes españoles, estudiaban No lo necesitaban y tampoco eran un peligro, porque, hace un siglo, millones jóvenes europeos tenían un fusil entre sus manos y los pies hundidos en el barro.
Hace un siglo, la guerra era la solución para muchas cosas. Con la guerra se acababa con el paro, se encauzaban los populismos, se controlaban y aplastaban las revoluciones y los bolsillos de los de siempre se llenaban de billetes. Hace un siglo, la guerra era la gran solución y la gran coartada para muchas cosas. Hoy, la guerra lo sigue siendo, pero la guerra es políticamente incorrecta y, por eso, la alejamos de nosotros, la hacemos, la hacen los de siempre, lejos de nuestras fronteras, a miles de kilómetros de nuestras casas.
Después de un siglo y de dos guerras terribles que diezmaron a la juventud en varios continentes, se diría que el mundo ha aprendido la lección, se diría que el mundo ha desarrollado mecanismos para no volver a ponerse ante ese error. Me temo que no, me temo que, demasiado tiempo y en demasiados lugares, las alarmas han estado desconectadas y hoy estamos de nuevo al borde del abismo y, por eso, los organismos, más que grandes, grandilocuentes que rigen muy a nuestro pesar nuestras vidas y haciendas, improvisan soluciones, algunas ridículas, para cortar el paso al que ya han señalado como el peligro que hoy, a sus ojos, nos acecha: el populismo.
Sin embargo, el diagnóstico es erróneo y tardío. El diagnóstico no es sino maquillaje, marketing para ocultar las verdaderas causas y responsabilidades de lo que está ocurriendo y seguirá ocurriendo si no ponemos la proa a la realidad que nos agobia Unos y otros, la Unión Europea y el FMI, por ejemplo, han decidido que el populismo y no otra cosa es la gran amenaza. Pero se equivocan y lo hacen a conciencia.
El populismo es la gran coartada, el populismo que no es otra cosa que la expresión incontrolada de la insatisfacción, la respuesta, ciega o no, acertada o confusa, a las injusticias que tiñen los mapas de medio mundo. Populismo es, para esas mentes bien pensantes, todo aquello que escapa al corsé de sus estúpidas estadísticas en las que los hombres y las mujeres, su sufrimiento no tienen cabida. Llamar populismo a las insatisfacciones sin salida ni esperanza es muy fácil, señalar al populismo como el gran peligro de nuestro tiempo, es también hacer.
Quizá por eso, la Unión Europea, incapaz de hacer cumplir a sus socios los compromisos firmados para paliar el horror de los refugiados, incapaz de evitar que la Europa sin fronteras se llene de púas, alambre y tiendas de campaña entre el barro, la que martiriza a Grecia y Portugal, a nosotros mismos, pero no se atrevió a levantar la voz ni mirar a los ojos al ultraderechista primer ministro húngaro Viktor Orban mientras sembraba de alambre de espinos sus fronteras, esa Europa del cinismo, la de los comisarios que nadan en la opulencia de por vida, esa Europa acaba de encontrar la solución. Y no es otra que la de regalar a los jóvenes europeos, cuando cumplan dieciocho años, no trabajo, no becas de estudio, nada de eso. Lo que les regala son billetes para el Interrail, para que hagan turismo y conozcan a sus vecinos. Una astuta solución, quizá, para que entretengan sus días en vez de buscar trabajo, reventando sus frías estadísticas.
Una estúpida salida de quienes dirigen Europa, una solución populista y tan estúpida como estúpido es que el FMI, esa superestructura económica que han dirigido un tipejo que persigue desnudo a las camareras de los hoteles por los que pasa, un chorizo que, después de haber sido vicepresidente del gobierno de España y ministro de Economía y Hacienda se permite, ante el tribunal que le juzga, referirse a los impuestos que nunca pago ni pensó pagar por su tarjeta black cono "problema", o, también, una ex ministra que trampeó con las leyes para aliviar las responsabilidades de un poderoso empresario t amigo. El FMI que ahora, ocho años después de la crisis, acaba de darse cuenta de que la gente sufre y en su sufrimiento no está la solución.
Es lo que pasa por no llamar a las cosas por su nombre, por inventar realidades en los despachos y no en las calles, donde la gente padece las consecuencias de sus decisiones. Ahora resulta que quienes se quejaban, los populistas tenían razón y, por eso, para combatirles, se van a repartir caramelos entre el pueblo.
Hace un siglo, para millones de jóvenes europeos, el interrail estaba en trenes sucios y en el barro de las trincheras, donde les esperaban las ratas, los parásitos y las enfermedades, si no una bala o un trozo de metralla que aliviase su agonía. Muchos, la mayoría, nunca volvieron a sus hogares, a ninguno le devolvieron la juventud perdida en las trincheras.  Ocurrió no hace tanto, sólo hace un siglo.