Mientras la delegada del Gobierno en Madrid, tan amante de
prohibir y castigar como su antecesora, nos distraía con su aberrante y
felizmente frustrada persecución de las senyeras esteladas, andaba ya atareada
en autorizar la mayor exhibición de odio racista y xenófobo que han visto las
calles de Madrid en todos los años de democracia.
No hay que ser muy listo, tampoco muy malicioso, para,
después de relacionar una y otra decisión, sacar conclusiones y que estas
conclusiones se tiñan con el aroma de simpatía hacia el extremismo de la
derecha que desprenden la señora Dancausa y el gobierno al que representa. No
hay que ser un lince ni ser muy leído para pensar que esta señora que anda
tomando decisiones en contra de la ley, lo ha dicho un juez, y en contra de la
voluntad de los vecinos de Madrid y la prudencia, debería haber dimitido o
haber sido cesada hace tres días.
Pero no. Pretender eso es esperar demasiado de un gobierno
que, cuando quiere, está en funciones y, cuando no, prorroga el permiso para
apestar la ría de Pontevedra de la papelera Sniace y toma cuantas decisiones le
convienen a él o a sus amigos. Por no comprometerse, ningún miembro se pronunció
a las claras, sobre la tremenda metedura de pata de la señora Dancausa al
pretender prohibir que las banderas independentistas, independentistas pero
legales, entrasen en el campo. Como mucho, solo se atrevieron a invocar una
ley, como todas interpretable, aunque siempre de inferior rango y supeditada a
los derechos contemplados en la Constitución.
Un juez sí se atrevió y levanto la prohibición quitándole la
razón. Un juez y el comportamiento cívico de miles de ciudadanos que exhibieron
a lo largo de todo el domingo, ventoso y como hecho para lucir banderas, las
suyas y respetaron las de los otros. Miles de ciudadanos que dejaron claro que
los fantasmas viven sólo en determinados cerebros y se alimentan del miedo que
esos cerebros consigan transmitirnos.
Ni un solo incidente, ni un solo conato de violencia, más
allá de alguna patada o agarrón a destiempo sobre el césped del Calderón.
Únicamente, la pitada al himno de quienes no se sienten representados por él, o
a un monarca que lleva en el sueldo tener que soportar las muestras de cariño y
las otras. Todo normal, todo plácido y feliz, no sólo porque se recluyese a una
y otra hinchada en lugares distintos y alejados, sino porque unos y otros, yo
los vi en mi querido barrio de La Latina, se respetaron e, incluso,
confraternizaron.
Lección de convivencia y, por qué no decirlo, también de
coraje, la dada por unos cuantos, pocos, ciudadanos que, a cara descubierta y
en solitario, se enfrentaron a esa marcha neonazi que nunca debió autorizarse y
que reclamaba prioridad en las ayudas sociales para los españoles frente a los
extranjeros y no por la mala conciencia de que los suyos estén detrás de la
desgracia de tantos españoles parados y desahuciados, no. Lo hacían por odio,
quien sabe si temor, al diferente. Y eso siempre es malo.
Fue precisamente un extranjero quien, como recientemente
hiciera otra inmigrante en Suecia, se plantó ante la manifestación
recordándoles el horror y la vergüenza del nazismo. Pero también hubo quienes,
a pie firme y en solitario protestaron, con el puño levantado, el paso de la
marcha del odio.
Ya en la plaza del Dos de Mayo, el corazón del barrio de la
movida madrileña, un grupo de vecinos dejó bien claro que no querían a los
intolerantes en su barrio y una pareja gay se dio un largo beso frente a las
banderas y las pancartas de tan aguerridos muchachotes.
Pero la policía no tardó en intervenir, para dar protección,
no a quienes defendían la dignidad y la tolerancia, sino para
"defender" a los violentos disfrazados de la "agresión" que
estaban soportando de ciudadanos llenos de tolerancia y dignidad. Este fin de
semana en Madrid hubo besos, banderas, mucha dignidad y un retrato, el de una
autoridad y unas fuerzas del orden que, en los despachos y en la calle,
actuaron de parte.
1 comentario:
Bien tratado...
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