Este fin de semana he tenido noticia por boca de mi ex mujer
de que, en los años cincuenta, miles de los españoles, la mayoría andaluces,
que llegaban a Barcelona, huyendo del hambre que asolaba media España, eran detenidos
por la Policía en la misma Estación de Francia y conducidos a la montaña de
Montjuic, donde eran recluidos en el Pabellón de las Misiones, a la espera de
reunir el contingente suficiente para fletar un tren en que devolverlos,
deportarlos, de nuevo al sur.
Su delito, llegar a Barcelona, la Alemania dentro de España
entonces, en busca de una vida mejor sin tener un trabajo, un domicilio o una
familia que respondiese por ellos. Ese y el de haber tenido que huir de una
España en ruinas tras la aún reciente Guerra Civil, por la que algunos habían
quedado marcados y sin pan, para buscar ese pan y un futuro en una nueva tierra
lejos de las camisas azules, lejos del cacique, de los curas, del rencor y de
las palizas en el cuartelillo de la Guardia Civil.
Algunos, con suerte, eran rescatados por familiares ya
establecidos, en los mismos andenes de la Estación de Francia, a otros la
suerte les llegaba con retraso y el rescate se producía en el mismo Pabellón de
las Misiones, equivalente entonces a lo que hoy sería un Centro de
internamiento de extranjeros, esas cárceles sin condena, en el que los
"sin papeles" de hoy esperan también a ser expulsados del paraíso.
No sabía yo de la existencia en España, allá por los años en
que nací, de esos centros de reclusión, no de acogida, en los que es fácil
imaginar las condiciones de confort e higiene que tenían que soportar los
internos, lo mismo que el rancho que se veían obligados s compartir en una
España hambrienta. Y eso, en manos de instituciones que nada tienen que ver con
la Organizaciones no Gubernamentales o los voluntarios que atienden hoy, al
menos en los primeros momentos de su llegada, a quienes llegan a las costas o
las fronteras europeas.
Hoy, en Cataluña son millones los catalanes de origen
andaluz, murciano o extremeño, hijos algunos de aquellos que pasaron por
Montjuic, lo mismo que en Madrid u otras grandes ciudades son millones quienes
llegaron con sus maletas de madera y cartón llenas de harapos y sueños en busca
de una vida mejor. Por eso duele, me duele, que el presidente de un gobierno en
funciones, que ya no representa a la mayoría de quienes votamos en diciembre
acuda a Bruselas a poner su firma en nuestro nombre al pie de un acuerdo que
cierra las puertas a quienes llaman a nuestra puerta, huyendo del hambre y las
guerras que, casi siempre, tienen su origen en la torpeza y la avaricia de
nuestros gobiernos.
Lo que va a firmar Rajoy en nuestro nombre es lo que imponen
los gobiernos cuasi fascistas del Este y el Norte de la Unión Europea. Lo que va
a firmar en nuestro nombre supone la sumisión a quienes no han querido cumplir
las normas de la Unión, una sumisión vergonzante, sobre todo si se compara con
la firmeza mostrada con España y Grecia en el cumplimiento de los objetivos de
déficit que nos han sido impuestos. Lo que va a firmar Rajoy es un doble
castigo a Grecia, quizá también a España, que tendrá que repartir sus
dificultades y su miseria con quienes lleguen a sus islas, huyendo de las
guerras y el terror de Siria, Iraq o Afganistán o del hambre que irradian, sin
que sus socios asuman el deber humanitario de acogerlos.
Yo supe este fin de semana de la existencia del siniestro
Pabellón de las Misiones de Montjuic, lo supe por mi ex mujer, barcelonesa de
padres andaluces, que a su vez lo supo hace días por uno de sus hermanos que le
habló del "rescate" de unos familiares de aquella reclusión. Lo he
sabido hace dos días, aunque era fácil imaginar que algo así era posible en
aquella España. Lo que era inimaginable o al menos debería serlo es que, en la
opípara Unión Europea, Grecia se vea hoy como la España de entonces.
1 comentario:
La historia siempre se repite...
Saludos
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