martes, 26 de marzo de 2019

CAMBALACHE


Llevamos demasiados años, por desgracia, confundiendo política y marketing, demasiado tiempo en el que, para los partidos, lo más importante no son los programas con que pretenden gobernar sino las caras que quieren colocar en los carteles. Recuerdo aquellas primeras elecciones generales en que tuve la suerte de votar y que, en ellas, la gente votó a las ideas, entendiendo también como idea la de la "tranquilidad" que transmitía la UCD, un partido formado por una masa gris de cargos e intelectuales del tardofranquismo que parecían dispuestos a transformar lo que había sido una dictadura, cruel y sanguinaria en tiempos, en una democracia homologable por Europa.
Aquello salió ben, entre otras cosas, no seamos inocentes, porque a Europa le interesaba que así fuese para que España se convirtiese en ese mercado hacia el que expandirse, con sus mercancías y con sus modelos políticos, en tiempos, no lo olvidemos en que el continente estaba dividido, partido en dos y de las dos partes, el Este estaba vetado para una cosa y para la otra.
En aquellos primeros años, la televisión era sólo una, las tertulias se reducían a una, "La Clave", y la prensa estaba en manos de periodistas, la mayoría de ellos solventes, menos en general mejor pagados y menos ambiciosos, con menos prisa, que ahora.
Eran tiempos, en parte a causa de lo anterior, en que se escuchaba a la gente y, naturalmente, también a los candidatos. Tiempos en que los mítines no se resumían en un chascarrillo o una frase encendida, la que señalan los equipos de prensa de cada partido, en los telediarios. Eran tiempos en los que la gente escuchaba y los políticos se hacían escuchar por lo que decían, no por lo cómo gritaban. Pero las televisiones privadas llegaron, partidarias, como dice un amigo, del "yo, donde pago, cago" y más que dispuestas a trivializar y frivolizar los mensajes, a base de "mama chichos", primero, y de esos miserables "realistas", en los que la crispación y la mentira eran moneda común, convirtiéndose, en un excelente laboratorio desde el que han acabado llevando a la televisión y a la política al lugar donde están ahora. 
Si a esto le sumamos el daño terrible que la corrupción ha hecho a la imagen de los partidos, a todos o a casi todos, pero especialmente al Partido Popular, nos encontramos con toda una generación de políticos estigmatizados por su implicación o por su silencio ante esa lacra, toda una generación que dio lugar a que, por la derecha y por la izquierda, apareciesen nuevos partidos, aparentemente creados desde abajo, que, tras unas cuantas peripecias, no todas edificantes, que han abierto "el mercado", a la vez que han dificultado la formación de gobierno, pero también han permitido sorpresas como la de la moción de censura que ayudó, la verdadera causa estuvo en la corrupción y su indolencia a la hora de gobernar, a acabar con la carrera política de Rajoy y, de paso, con el PP.
Es evidente que el PP necesitaba renovarse después de la debacle, necesitaba cambiar de rostros y de discurso, para resurgir como partido de gobierno, más si VOX y en menor medida Ciudadanos, le andaban mordiendo los tobillos. Sin embargo y curiosamente, eligió para la tarea a un personaje en dificultades, de dudosa preparación, con un más que sospechoso currículo académico, que sólo había trabajado en el propio partido y que había sido apadrinado por Aznar y Esperanza Aguirre, padrinos también, de quienes convirtieron la corrupción en algo sistemático en el partido.
Pues bien, este personaje, Pablo Casado, de tan débiles antecedentes, que se ha rodeado de fieles de parecido perfil, Teodoro García, Isabel Díaz Ayuso, Andrea Levy y parecidos, ha optado por buscar a sus candidatos en el cambalache de las tertulias televisivas, tratando de tapar huecos con esas caras de famoso que a todo el mundo les "suenan", pero que, como los vistosos objetos que uno encuentra en los cambalaches, luego no sabe por qué ni para qué los compro.
Con le estrategia del PP, pero también de Ciudadanos o de la ultraderechista VOX, acabaremos con un congreso-estantería, un congreso-cambalache, en el que colocarán, toreros, contertulios, humoristas, marquesas, predicadores, vendedores de refrescos y generales. Un cambalache tan vistoso como, ojalá me equivoque, inútil.

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