Vayan por delante mi agradecimiento y mi más sincera admiración
al Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid por
haber desplazado de los titulares y de las portadas todo lo relacionado con el
procés y con ese juego perverso en que se está convirtiendo la formación de un
gobierno legal y viable para Cataluña, puesta en libertad de Puigdemont
incluida. Admiración y agradecimiento por haber conseguido lo que hace sólo
tres semanas parecía imposible: escribir el guion de un culebrón que lo mismo
interesa a catedráticos de universidad que a los viajeros del Metro o a quienes
desayunan en los bares.
Pero no nos equivoquemos, este culebrón que nació casi con
la primavera no es un raro accidente, no es sólo una anécdota, este culebrón
consecuencia directa de cómo entienden en el Partido Popular la sociedad y el
papel que en ella debe cumplir la universidad. Un papel que, a la vista de
cómo han tratado a la universidad y los universitarios allá donde han gobernado
y gobiernan, es bien distinto del que yo, alumno hace casi medio siglo y
profesor durante seis años hace dos décadas, había pensado.
Mis padres, propietarios de un pequeño comercio, trabajaron
toda su vida y requirieron de nuestro trabajo adolescente para dar carrera a
cuatro hijos y lo consiguieron.
Nosotros, mis hermanos y yo, con esos estudios, conseguimos
ascender un escalón en la sociedad, un médico, dos periodistas, Miguel
fallecido demasiado joven y muy brillante, y una farmacéutica. Con esas
herramientas, salvo yo que preferí quedarme, pudimos salir del barrio en que
crecimos y acceder a trabajos, cuando menos interesantes durante un tiempo. Y
así, como nosotros, decenas de miles, si no centenares de ciudadanos como yo y
mis hermanos pudimos alcanzar, al menos en parte, nuestros sueños,
recompensando así el esfuerzo de nuestros padres.
En el PP, el de las cafeterías del barrio de Salamanca, esa
universidad que nos dio títulos a mí y mis hermanos nunca gustó, porque se vio
como una amenaza. De qué, como diría un castizo, el hijo de una portera podía
llegar a ser tan abogado, tan cirujano, tan ingeniero o tan notario como los
suyos. No digamos ya, de qué tenían que pagarles la carrera a esos que luego
iban a tener delante en las gradas del Congreso o cualquier parlamento autonómico.
La cosa no podía seguir así. Con las becas, con las
universidades cercanas, con los campus en la periferia de las grandes ciudades,
a un viaje de autobús o un paseo, los títulos, las carreras, de sus hijos se
estaban devaluando. Sólo pagando carísimas y prestigiosas universidades en el
extranjero, y no todos podían, se marcaría la diferencia. Había que hacer algo
y lo hicieron: dinamitaron el modelo de universidad del que yo, mis padres y
mis vecinos estábamos tan orgullosos.
Por eso recortaron las becas, degradaron los títulos,
partiendo las licenciaturas en grados y másteres, dejando los grados para la
gran masa, sin posibilidades laborales y sin futuro, salvo que a esos grados se
sumasen los másteres, caros y exclusivos, inasequibles para quienes no toman
los domingos los pasteles de las confiterías de la calle Goya y sólo accesibles
económicamente si se compatibilizan con un trabajo que difícilmente se
encuentra. Una estrategia perfectamente calculada y perversa que, a las
familias no tan pudientes, les ponía otra vez ante el viejo dilema de Cabrera
Infante "Cine o Sardina", transformado en "comida de calidad,
vacaciones y ropa nueva o carrera".
Dicho y hecho. Pero, por si fuera poco, había que adornar
también los currículos, los nuevos escudos de armas, de los suyos con esos
títulos de nueva creación, los másteres, sobre materias tan raras como
exclusivas, a veces perfectamente inútiles, si no se está ya a bordo del
autobús del poder. Másteres que, lo estamos viendo, se envolvían en papel de
regalo o en celofán y, con lazos, se enviaban a la sede del partido y los
organismos colonizados, sin molestias ni esfuerzo. Dicho y hecho, pero no sólo
eso, porque, en los planes de la presunta inocente Cristina Cifuentes, estaba
sacar adelante una nueva ley de universidades que posibilitaba la designación a
dedo del profesorado, convirtiendo lo que ha sido nuestro sueño y uno de los
grandes éxitos de la democracia española en un enorme Instituto de Derecho
Público, en el que se fabrican títulos para los de siempre, abriendo otra vez
la odiosa brecha académica del franquismo. Eso y no otra cosa es lo que
significa para el PP la universidad, un foso, otro, que les separe de los de
abajo, por muy inteligentes que sean, que, además, para algunos se convierte en
negocio.
1 comentario:
Excelente artículo...
Saludos
Mark de Zabaleta
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