Rosa tenía 81 años y una pensión de mierda, una pensión que
no le daba para pagar el recibo "de la luz" que le hubiese permitido
iluminar su casa o mantenerla caliente. A Rosa, por eso, por no tener una pensión
suficiente, por no tener otros recursos, la habían condenado a muerte, a
una muerte civil, en la que, poco a poco, la fueron sacando de ese paraíso en
el que inconscientemente vivimos, hasta que un revés de la suerte o la codicia
de unos pocos nos expulsa de él.
Rosa, quién lo sabe, quizá votó alguna vez por alguno de
esos partidos que sientan en los consejos de administración de ñas empresas que
nos suministran el agua la luz o el gas, imprescindibles hoy, no ya para vivir
dignamente, sino, simplemente, para vivir.
A quienes vivimos con una cierta comodidad, la que nos da
poder abrir un grifo y que por él salga el agua para cocinar, fregar los platos
o lavar nuestra ropa y asearnos los que, pulsando un interruptor, hacemos la
luz en nuestras habitaciones y tenemos enchufes para conectar neveras, cocinas,
estufas o braseros, teles y radios i, en el mejor de los casos, ordenadores,
nos cuesta creer que hay hogares en los que nunca pasa eso, hogares en los que
no suena el timbre de la puerta tras la que se esconde la más terrible de las
desolaciones, la oscuridad.
El hogar de Rosa era el de una anciana que, muy
probablemente, vivió tiempos mejores. En él había fotos o grabados colgados de
las paredes y cortinas en las ventanas y balcones. Los muebles, aunque no
parecían especialmente lujosos, si eran los suficientes para una vida
relativamente cómoda. Pero faltaba la luz, esa luz de la habitación o el
pasillo que nos permite levantarnos en las noches tristes de insomnio, esas
noches en las que recordamos lo que fuimos o pensamos en lo que podríamos haber
sido, faltaba la luz que nos ayuda a buscar las zapatillas y nos permite hacer
una infusión para calmar nuestra ansiedad y, por eso, Rosa tuvo que recurrir a
las peligrosas velas con que nos iluminábamos cuando no teníamos tantas cosas
que echar de menos y lo poco que teníamos no era tan combustible.
A Rosa, con ochenta años de una vida que, como casi todas,
seguro que había sido útil. le privaron de todo eso y la habían dejado sola con
su dolor y con su vergüenza, porque, no lo olvidemos, a quienes se quedan en
las circunstancias de Rosa, las que se ven obligadas a descender de golpe un
escalón en las estadísticas y no tienen ya posibilidades ni fuerza para cambiar
de situación, les da vergüenza pedir ayuda, porque les da vergüenza que pueda
llegar a saberse lo mal que lo están pasando.
Tanta vergüenza como les falta a esos políticos que, años
después de hacernos creer que estaban con nosotros, se contagian del lujo que
conlleva el poder y se alejan de quienes sufren, de quienes, un día, les
llevaron a ser lo que fueron, y sientan su augusto culo en el sillón de uno de
esos consejos de administración en los que, sin piedad, se decide subir el
recibo de la luz y cortar el suministro a quien no pueda pagarlo. Ya lo creo
que les falta, porque, que yo sepa, ninguno de los políticos de los que os
hablo ha renunciado a su poltrona, ninguno ha abierto siquiera la boca para
criticar a quien le paga tan suculentos sueldos.
Todos los años, cuando llega el frío, hablamos de quienes no
tienen nada, pedimos que se recoja a los pobres de las calles, les dejamos, al
menos en Madrid, que bajen a dormir a los vestíbulos del Metro, para
devolverlos otra vez a la calle en lo más frío del amanecer. Pero nos olvidamos
de quienes aún no han perdido su casa, pero apenas tienen nada más. Rosa era
una de esas personas y estoy seguro de que también como yo, como todos, fue
víctima de una de esas campañas "a puerta fría" en la que aguerridos
y ambiciosos jóvenes, los otros no valen para eso, tratan de convencernos con
engaños de que cambiemos de compañía, en campañas sin ningún tipo de respeto en
la que no se tiene ninguna consideración con quienes sólo son clientes que hay
que "robar" a otra compañía.
Afortunadamente, existe la justicia poética y la muerte de
Rosa ha venido a desenmascarare a Gas Natural Fenosa y al impresentable de
Loquillo que intentaban decirnos, en un spot televisivo no apto para diabéticos
como yo, que esa compañía puede cambiar nuestras vidas.
Ya lo creo. A la pobre Rosa, la decisión de cortarle la luz
hace dos días y la inacción de quien debía haberla defendido, no sólo se la ha
cambiado, se la ha arrebatado. Hace falta tener pocas luces para no haber
tenido en cuenta que esto podía pasar. Ahora, tendrá que tirar su ñoña campaña
a la basura y ponerse a trabajar en otra que consiga convencernos de que su
codicia mata.
1 comentario:
Realmente trágico...
Publicar un comentario