Cuando ayer supe de la muerte de Rita Barberá, me llevé la
sorpresa de que sólo tenía sesenta y ocho años. La verdad, nadie que no tuviese
la información podía pensar que esa mujer apagada y triste que accedía el lunes
al Tribunal Supremo para darse por fin de bruces con la Justicia era aún tan
joven. Y sin embargo lo era, pese a que los últimos meses de su vida, a causa
quizá del abandono de los suyos, habían pasado por su cuerpo y por su rostro
como años.
Rita Barberá fue una mujer excesiva y no siempre supo
ocultar sus excesos. Y todos, a estas alturas de la vida, deberíamos saber que
los excesos, antes o después, se pagan. Quizá por eso, a la que fuera alcaldesa
de Valencia durante un cuarto de siglo, con toda su soberbia y su dureza, que
fue mucha, se le hizo muy cuesta arriba sobrellevar el vacío a que fue
condenada, también sin juicio, por quienes la citaban como la mejor alcaldesa
que ha tenido Valencia -que yo sepa fue la única- llegando, incluso, a concederle
sin ningún tipo de consenso el "título" de alcaldesa de España alcaldesa
de España.
Era mucho lo que le debían, lo mismo como partido, porque
ella, pactando con Unió Valenciana, le arrebato a los socialistas la alcaldía,
pese a ser la del PSV la lista más votada, levantando el primer fortín para la
conquista para la derecha de un territorio, Valencia, que tradicionalmente
había sido, antes y después de la dictadura, de la izquierda. Después vendrían
los negocios, la financiación bajo sospecha de su partidos, las faraónicas
obras, no siempre necesarias de la ciudad, los calatravas y sus goteras, la
Fórmula Uno pagada a precio de oro y revendida de mala manera por un único y
tramposo euro, También la escandalosa visita del papa Benedicto XIII, en medio
d ella tragedia del metro, de la que muchos de los que hoy lloran a su
alcaldesa, sacaron partido a costa de la liquidada televisión pública, Canal
Nou, que, una vez cumplida su función de propaganda y saqueo, fue llevada a
negro y sus trabajadores puestos en la calle.
La cosa es que, de Valencia, no sólo llegaban las
naranjas y el AVE. También llegaron los apoyos que necesitó Rajoy para asaltar
Génova, oficiado en un congreso del partido, en el que Rita Barberá no sólo fue
anfitriona, sino que se convirtió en muñidora del acuerdo necesario para que su
amigo Mariano escalase la cumbre del partido y del gobierno, algo por lo que el
hoy presidente conservó, aunque en los últimos tiempos en privado, el afecto
por la que fuera su gran apoyo. Y lo conservó hasta el punto de que, ayer,
aturdido quizá por la noticia, Rajoy reveló que conversó con la misma militante
a la que forzó a macharse del partido poco antes de su penosa declaración
voluntaria ante el Supremo.
Está claro que el PP no había sido justo con aquella a quien
ayer lloraba desconsolada y, por qué no decirlo, hipócritamente. Del mismo modo, estoy
seguro de que con su sobreactuación trataba de mitigar su maña conciencia por
haber utilizado su cadáver, entonces sólo metafóricamente político, para levantar
la barricada donde protegerse de la que le está cayendo. Un comportamiento
hipócrita y desmedido que llevó al ministro de Justicia de todos los españoles
a acusar al aparato del Estado, jueces y Policía, a la oposición y a los medios
de comunicación de haber organizado una cacería a la que, taimadamente,
atribuyó la muerte de la ex alcaldesa. La misma hipocresía del más verborréico
que nunca ex ministro Margallo, que contó una y otra vez todo el cariño que
sentía por la que fue su amiga y todo lo que le dijo, promesa de cena incluida,
en el apenas un segundo que duró el beso forzado que le pidió una Rita
desconsolada y sola, en la solemne sesión de apertura de la legislatura.
En fin, una vergonzante y falsa representación de una
solidaridad, que se habría vuelto contra los fingidores de no haber mediado el
irreflexivo gesto de Unidos Podemos que sigue sin entender que, cuando lo que
se hace hay que explicarlo demasiado, es porque lo que se hace está equivocado.
Y creo que ni me equivoco ni me invento nada, porque ayer mismo, antes de
conocerse el fallecimiento de Rita, Pablo Iglesias explicaba que su renuncia a
interrogar a Rajoy en la sesión de control, buscaba no eclipsar su
interpelación al ministro de Industria sobre Pobreza Energética.
Creo que Iglesias se equivocaba, como se equivocó al
sobreactuar en su rechazo a guardar el minuto de silencio por la senadora. Fue
tanto el ruido provocado que lo desenfocó todo y dio pie a que las hienas del
PP, donde las dan las toman, señor Hernando clavasen sus dientes en ellos y, de
paso, en los medios, ocultando su propia falta de piedad con la fallecida.
1 comentario:
Una correcta reflexión...
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