A menudo me siento como un bicho raro, incluso con mis
amigos. Especialmente, cuando me hablan de patriotismo y sentimientos
parecidas. Supongo que me pasa porque no suelo mostrarme demasiado entusiasta
ante los misticismos, los himnos y las banderas. No, no me gustan. Y si no me
gustan es porque detrás de cada manifestación de ese estilo está la opuesta, el
negativo, que es el odio al otro, manifiesto o sólo germinal.
Raro es el himno que, en su letra, no apela a la sangre
derramada, propia o extraña, a la expansión o a la recuperación de las
fronteras. Raro es el himno que no se construye frente al "otro" y
aún más raro es el que apela al amor por nuestros iguales. La patria, la
religión, las ideas, no son sino fortines en los que nos refugiamos o nos obligan
a refugiarnos, lo que no deja de ser una forma de mantenernos aislados, al
margen del "otro", del que, por una actitud recíproca, apenas sabemos
nada.
Se da así la terrible y cruel paradoja, terrible y cruel,
porque, las más de las veces, tenemos más que ver con los encerrados en el fortín
de los otros que con nuestros propios líderes, con los que nos han encerrado en
su fuerte. Lo malo es que no lo sabemos, porque la finalidad primordial de los
fuertes es la de aislar, la de impedir la comunicación que podría llevar al
entendimiento, porque ¿qué sería de las guerras si los que se creen enemigos
pudiesen hablar con quienes tienen enfrente, al otro lado de las trincheras en
que convertimos credos e ideas?
Esa es la gran tragedia, que, detrás de cada uno de esos
amores, amor a la patria, al dios que toque, al equipo de fútbol de nuestros
desvelos, se esconde el odio o el temor a la patria de los otros, al dios de
los otros o a l equipo de los otros. Y, una vez que se desata el genio maligno
del odio es muy difícil, por no decir que imposible, devolverlo a la botella.
Digo todo esto porque en los últimos días, en apenas unas
horas, se ha manifestado ese odio desatado en varios lugares de este mundo cada
vez más cercano, cada vez más pequeño, pero, al mismo tiempo cada vez más
inexplicable. Y es que todos esos odios, el de los hinchas rusos y británicos,
en las calles de Marsella, el del loco asesino homófobo de Orlando o el del
sanguinario terrorista que asesino en nombre del ISIS a una pareja delante de
su hijo, cerca de París, todos tienen su origen en un amor, en un amor ciego y
sordo que les llena la cabeza de consignas y les inyecta los ojos en sangre.
Lo peor de todo es que también nosotros, quienes nos creemos
más a salvo, porque cada día, en cuanto encendemos una televisión o una radio,
cuando abrimos un periódico, recibimos nuestra propia dosis de amor odio. No
hay más que pararse a analizar el tratamiento que recibió la masacre en el club
gay de Orlando que, casi inmediatamente se atribuyó a ISIS, que el propio ISIS
asumió, porque busca el amor de los suyos en el terror de los demás, pero que,
al final, parece no ser otra cosa que la terrible obra de un desequilibrado, un
homosexual homófobo, que los hay y demasiados, la obra de un tipo atormentado
que no quería ser quien erra, víctima del acoso y las burlas, que, como ocurre
a menudo en Estados Unidos, resolvió sus frustraciones sembrando de cadáveres
el escenario escogido, en esta ocasión un club de la ciudad que alberga el
paraíso de Walt Disney. Y todo, porque en Estados Unidos es más fácil comprar legalmente un arma de guerra que una botella de licor y más barato que un iPhone.
En Orlando, cerca de París, en Marsella, se ha desatado ese
odio que una vez fue amor inconsciente y acrítico, y ese odio puede desatar o
acrecentar otro odio, el de gente como nosotros que nos creemos a salvo del
odio, porque nuestro odio se conduce y alimenta desde el sistema. Odio que es
miedo al otro, que es incomunicación con el otro, burla del otro que, a su vez,
realimenta el odio del otro. Odio que, si no lo paramos en su loca espiral,
acabará con nosotros. Esa, la de crecer en espiral, es la terrible fuerza del
odio y nuestra obligación es no alimentarlo, ni siquiera en positivo, para romper de una vez la espiral en la que crece.
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