Vivo a unos minutos del estadio del Manzanares. De hecho, vi
cómo se construía, mucho antes de que la M-30, que por entonces no discurría
bajo tierra, se sumase al río para separarlo de ese nuevo Madrid que crecía más
allá del Puente de Toledo. Dicho esto, he de decir que sólo he estado dos veces
en ese campo y si así ha sido e porque no me gustan las masas, los uniformes,
los himnos ni el pensamiento único.
Sí he padecido, y cómo, las consecuencias de vivir cerca de
un estadio, los coches aparcados sin control, subidos a las aceras, los
atascos, los bocinazos, los cortes de tráfico y, ahora, la animalada
urbanística que amenaza a una zona relativamente descongestionada de Madrid, en
la que los días en que no hay partido aún se escucha cantar a los pájaros, y
que está a punto de cambiar el paisaje que ocupa ese estadio ilegal, construido
sobre el trazado de una autopista, por dos enormes torres que
volverán insuficientes las ya precarias dotaciones del barrio.
Sé que a estas alturas ya os estaréis preguntando qué tiene
que ver todo esto que os cuento con lo que ocurrió ayer a orillas del
Manzanares, junto al estadio y tengo que deciros que, por desgracia, mucho. Y
es que el fútbol es un negocio que va mucho más allá de la venta de entradas,
camisetas o derechos de televisión, Detrás del fútbol se mueven muchos
intereses, la mayor parte de ellos ligados al suelo y la construcción. No hay
más que ver de dónde proceden la mayor parte de los directivos de los clubes o
los "pelotazos" inmobiliarios que dan con las operaciones
urbanísticas en que se embarcan con el beneplácito de esos alcaldes que tienen
asiento reservado en el palco de los estadios.
Es posible que aún no lo tengáis claro, quizá porque no me
he terminado de explicar, quizá porque aún no os he hablado del cariño y la
protección que, salvo honrosas excepciones, brindan los "capos" del
fútbol español a todas esas bandas de indeseables que llamamos ultras,
verdaderos profesionales de la violencia, mercenarios dispuestos a ponerse al
servicio de quienes les acaricie el lomo, ponga a su disposición dinero para
banderas o autobuses, alguna que otra propina y localidades reservadas en el
estadio, Y, todo, porque estos ultras tan descerebrados como bien organizados y
dirigidos acaban por convertirse en la guardia de corps, la fuerza de choque
que, además de animar al equipo en los partidos comprometidos, castiga a
determinados jugadores o silencia a las gradas cuando se vuelven críticas con
el que manda y, por supuesto, paga.
No digamos lo que "acojona" una buena muestra de
esa "guardia" convenientemente desplegada en cualquier asamblea del
club o lo fácil que es homogeneizar la voz de un estadio a partir de toda esa
parafernalia de que disponen -megáfonos y banderas, por ejemplo- que disciplinadamente
ponen a disposición de eso que llaman "los colores" y que no suelen
otra cosa que intereses nada claros.
No sé si os ocurre lo que a mí, pero tengo la sensación de
que en determinados sitios, especialmente en aquellos en que se celebran
espectáculos de masas, como discotecas, conciertos de rock o recintos
deportivos, los derechos se dejan a la entrada y se sustituyen por leyes no
escritas, jaleadas a menudo por determinados medios de comunicación, que
siembran la confusión en quienes no tienen cerebro suficiente para distinguir
la realidad de su delirio.
Muchas veces me he preguntado por qué dentro de un estadio,
sobre el césped o no, o en programas deportivos se puede gritar, insultar o
incluso pegar, sin que haya consecuencias. Sobre el terreno y en las gradas las
agresiones están a la orden del día sin que se sancionen deportiva o
jurídicamente. La fascinación por la violencia es una de las características
del fascismo y el fascismo siempre ha sido el instrumento de los poderes
fácticos para someter a la sociedad. Los ultras, se digan de izquierda s o de derechas,
constituyen el fascismo del fútbol y defienden, en su escala, lo mismo que el
fascismo ha defendido históricamente. Y sabemos de sobra lo que ese poder es
capaz de imponer una vez que ha triunfado el fascismo. Sin ir más lejos todo
tipo de arbitrariedades, incluidas las urbanísticas.
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