Contemplo la foto de Rodrigo Rato agitando la campaña que
anunciaba la salida a bolsa de Bankia, una ceremonia tan yankee como hortera e
innecesaria, y me pregunto qué estaría pasando por la cabeza de ser tan amoral
como éste, al que colocamos, colocaron, al frente de la economía española y a
punto estuvo de estarlo del Gobierno, primero, del Fondo Monetario
Internacional, después, y, finalmente, de esa olla podrida y hedionda que era
Caja Madrid y luego Bankia.
¿En qué pensaría? ¿En las copas que se tomaría en su club
preferido a cuenta de todos nosotros con su tarjeta black? ¿En la estafa que
estaba cometiendo, para desgracia de los candorosos clientes que iban a
perderlo casi todo con su caja de toda la vida? ¿En que hay personajes como él,
que hagan lo que hagan o donde lo hagan, siempre salen a flote como la mierda
en las cloacas? No tengo la menor duda de que pensaba en cualquiera de esas
tres cosas, porque no he visto sonrisa más falsa que la de este señor que ayer
fue señalado en un informe pericial como responsable de lo que a todas luces
fue una gran estafa y que, si la justicia es lo que nos han dicho que es, antes
o después acabará tras los muros de una prisión.
Acabo de escucharle defendiéndose de su responsabilidad en
los hechos -maquillaje de las cuentas de Caja Madrid y contratación de una
auditora mentirosa, con el consiguiente desplome de las acciones vendidas como
se vende humo a pequeños ahorradores y un largo etcétera de irregularidades- y
lo ha hecho derivando las culpas al Banco de España, presidido entonces por el
ínclito y ensoberbecido Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que, mientras estuvo al
frente del supervisor de la banca, empleó más tiempo y saliva en cargar contra
los trabajadores y sus sueldos, contra los jubilados y sus ya de por sí
modestas pensiones que en vigilar el estado de las cuentas de las cajas de
ahorro y en evitar las alocadas, cuando no perversas y fraudulentas,
operaciones de riesgo en que se estuvieron embarcando ante sus ojos.
Blesa, Rato, Fernández Ordóñez, la auditora Deloitte, que,
como casi siempre, actuó de parte, todos y cada uno de los pájaros de tan
distintos nidos que sentaron su santo culo en los sillones del consejo de
Administración de la caja, el Gobierno que, ante lo que estaba pasando, nada
dijo o calló demasiado, la prensa que hizo otro tanto, la fiscalía que puso
todas las trabas a su alcance para que las denuncias de los afectados nos
prosperasen y algún que otro juez que o no se atrevió a complicarse la vida
yendo a por los poderosos, todos, en mayor o menor medida, mintieron. Y lo
hicieron a conciencia.
Nos han mentido, nos han puesto los cuernos y, aunque lo
sospechábamos, como pasa en el cine, no dijimos nada hasta que, como ocurre en
la vida real, cuando nos los vimos en el espejo de los demás, hemos puesto el
grito en el cielo y, afortunadamente, hemos visto que somos muchos los
engañados y nos hemos reconocido y solidarizado.
Ahora, sabemos cuántos somos y el poder que tenemos y
comentamos entre nosotros el engaño. Nos contamos nuestra desgracia y estamos llegando
a la conclusión de que en este país hemos sido muy confiados,
irresponsablemente confiados. Tanto que, durante demasiado tiempo, en este país
nadie nos ha dicho la verdad. Bien mirado, lo que nos ha pasado, especialmente
en estos últimos tres años, tiene un aspecto positivo: ha sido tan grande y tan
burdo el engaño que nos hemos dado cuenta de que nos engañaban y de que, aunque
un poco tarde, todavía estamos a tiempo de, con la ayuda de jueces entregados a su trabajo y alejados del poder, pedir cuentas a todos y cada uno de
esos mentirosos y de remediar el engaño o evitar al menos que vuelva a producirse.
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