sábado, 10 de noviembre de 2012

AMAIA

 
 

Quién te iba a decir, Amaia, que, después de tantos años, después de miedos, después de tantos sacrificios, sería una ley vieja, cruel e injusta, la que te haría insoportable la vida. Puedo imaginar lo terrible de la espera, lo hiriente de los timbrazos del portero automático, si es que los hubo, y los de la puerta de tu casa que, a lo mejor, ni siquiera llegaste a oír. Puedo imaginar tu angustia porque, al parecer, tú eras la única de la familia que sabía que esa mañana os iban a quitar la casa. Qué duro. Demasiada carga para un solo corazón.

Qué hiciste en esos minutos interminables de la espera. Qué les dejaste escrito a los tuyos, si es que tuviste fuerzas para hacerlo. Qué pensaste de quienes hicieron todo el trabajo sucio que te llevó hasta la ventana desde la que saltaste. Duele y angustia sólo de pensarlo.

No lo sabían los tuyos ni, mucho menos, tus vecinos. Quizá ese fue tu error, porque los vascos, si sois fuertes uno a uno, que lo sois, lo sois más cuando estáis unidos. Y este frío crimen de los desahucios, porque como crimen hay que considerarlo, no es asunto de uno, sino de todos. Y es un problema de todos, porque una sociedad que consiente que cada día más de trescientas familias sean arrojadas a la calle, con sus enseres, sus hijos y sus vidas, por deudas a veces insignificantes, es, tristemente, una sociedad enferma, porque lo lógico, lo que cabe esperar, lo deseable, es que esa sociedad se rebele y mate al dragón de la injusticia que tiene atemorizados a los suyos.

Si hubieses visto, Amaia, qué pronto lo entendieron los tuyos, como los alrededores de tu casa se convirtieron en una olla donde se coció toda la rabia y toda la indignación que latía en silencio en tanta gente, como las calles de Barakaldo fueron a la noche un río en el que millares de personas vertieron su ira contenida tanto tiempo para gritar ese ¡basta! que aún resuena, y espero que por mucho tiempo, en los oídos de quienes hace tanto tiempo tenían que haber presentido que algo así iba a pasar.

Pero, para ti, desgraciadamente, el embargo de tu casa fue un asunto sólo tuyo. Demasiado a menudo pasa que los abusos de los bancos, las hipotecas sangrantes e inverosímiles, que muchos empleados de banca, colaboradores necesarios, se diría en un tribunal, del crimen, nos hacían ver como posibles, las estafas de los bancos, el no llegar a fin de mes, hasta que se hace insoportable, es un asunto sólo de uno. Nos da vergüenza reconocer que hemos sido ingenuos, que nos hemos dejado engañar ante el cebo que nos ponían delante, sin saber que quienes nos entrampaban lo hacían por una miserable comisión, por una palmadita en la espalda y una felicitación del director o, simplemente, porque les faltaron el valor y la dignidad suficientes para rebelarse contra un sistema injusto.

Ver ahora tus fotos, Amaia, me sacude aún más si cabe, porque soy capaz de verme en ellas, tú y tu marido, José Manuel, podríais  haber sido mis amigos. Es más, yo podría haber estado en vuestra piel.

Eso ha sido lo que ha encendido todas las alarmas de los bancos y del Gobierno: que es muy fácil reconocerse en ti, y, por eso, tu muerte, tu suicidio, se les ha hecho insoportable. Demasiada mala imagen, porque con qué cara vamos a escuchar ahora los anuncios que hablan de la “obra social” de la Caixa, la que te vendió la hipoteca. Ahora toso son prisas por encontrar una solución, pero no hace ni dos años, cuando el 15-M comenzó a levantar la voz contra os desahucios, desde el PP y lo que es más grave, desde el PSOE, se les tildo de iluminados y enemigos del sistema.

A mí, que no creo en otra vida que no sea ésta y que creo que lo que haya que gozar y que sufrir hay que gozarlo y sufrirlo aquí, me gustaría pensar que diste el grito silencioso que diste para parar tanto dolor y que tu marido y tu hijo puedan pensar en ti como en una mujer valiente que no quiso entregar su casa a los buitres. Me gustaría que, como escuché tantas veces en los tiempos más negros de ETA, los tuyos puedan expresar su deseo de que seas tú la última víctima.
 
 

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