jueves, 22 de noviembre de 2012

ALBERTO MANOSTIJERAS

Ya sin máscaras, el verso suelto del PP se empeña en descolgarse a la derecha del poema, como si tratase de hacerse perdonar entre los votantes de su partido tanto maquillaje cultural y falsamente progresista como gastó en su etapa en la Comunidad o el Ayuntamiento de Madrid. Pero, como digo, una vez llegado al Gobierno, una vez hecho el camino se ha quitado las botas y el disfraz para volver a aparecer como el delfín de Fraga en Alianza Popular, más de derechas, según su padre, que don Pelayo, que siempre ha sido.
La ley de Tasas que debería haber entrado hoy en vigor, de la que nos ha salvado, de momento, la tardanza en la llegada de los correspondientes impresos es, debe ser, la plasmación del verdadero pensamiento del ministro. Habrá que pagar por todo y habrá que pagar mucho. Doscientos euros, por ejemplo, para recurrir una multa de cien que consideremos injusta o, mucho peor, quinientos por llevar ante el juez un despido.
Para justificarse, dice el ministro que el encarecimiento o la implantación de nuevas tasas tiene como finalidad disuadir a los ciudadanos de recurrir por sistema a los tribunales, logrando así desatascar los juzgados y agilizar el sistema. Pero lo que el ministro considera disuasión no es, en la mayoría de los casos, más que un castigo por hacer uso de aquello a lo que tenemos derecho. Y, lo que es peor, con la entrada en vigor de estas tasas, se levantará un muro que separe a los españoles que pueden pagar dos veces a los jueces que ya paga con sus impuestos y los que no los pueden pagar.
Los ejemplos de esta enorme injusticia propiciada por quien lleva escrito en letras doradas en su cartera que es ministro de Justicia, son numerosos y sangrantes y lo son en tozos los campos. En una comunidad de vecinos, por ejemplo, se prima al moroso frente a quienes contribuyen religiosamente a los gastos del edificio; el que sufre una estafa tiene que apostar más dinero para recuperar el que le han quitado, las víctimas de los errores médicos tendrán que sacar de donde no tienen para que se les compense el daño causado o, del mismo modo, quienes se sientan estafados por una entidad bancaria, por ejemplo en el caso de las preferentes, tendrán que poner dinero para enfrentarse a la poderosa maquinaria jurídica de los bancos.
Lo que ha hecho Gallardón es quebrar por la base el principio fundamental de la justicia universal, que no es otro que el de que sea gratuita y accesible para todos. Lo que ha hecho Gallardón es, en lugar de reforzar el sistema judicial español, tan insuficiente desde hace años es estrechar los accesos a la misma, tan estrechos como mantuvo los del trágico Madrid Arena -no hay que olvidar que el alcalde que miró para otro lado cuando la policía denunció las insuficiencias en materia de seguridad del recinto fue él- para estrangular cualquier aspiración de los humildes de que se les haga justicia.
Lo de Gallardón son recortes taimados y torticeros. Lo suyo es tan injusto como lo era castigar sólo con multas los excesos de velocidad, de modo que, como diría un castizo, quien tenía "posibles" podía permitirse el lujo, y nunca mejor dicho, de "tumbar la aguja cuantas veces le permitiese su ancho bolsillo.
La medida de Gallardón, como era de esperar, ha sido mal acogida por abogados, jueces y usuarios. Al ministro le ha ocurrido lo que a casi todos sus compañeros de partido con poder que han ofendido y perjudicado a tantos colectivos que las cañas se les han vuelto lanzas. Que se lo pregunten si no a su sucesora en el despacho del Palacio de Cibeles que ha visto como se filtraban uno detrás de otro los documentos que han puesto en evidencia la objetividad y la inocencia del Ayuntamiento en lo que pasó. Y la cosa no parece que vaya a parar ahí. Ayer, sin ir más lejos, los bomberos de Madrid hicieron público su informe sobre el incendio que costó la vida a dos trabajadores en uno de los túneles de la falsamente llamada Calle 30. Según ese informe, falló todo lo que podía fallar y las medidas de seguridad eran insuficientes o estaban fuera de servicio. Quizá fueron las prisas en inaugurarla para ganar las elecciones en su día o quizá esa necesidad de quitarle el chocolate al loro -y la vida a esos dos trabajadores- para ajustar el presupuesto de una obra cuestionable que nos ha dejado endeudados a los madrileños y a nuestros hijos y nietos.
Creo que el ambicioso Gallardón tiene tanto o más peligro que el pobre Eduardo Manostijeras, porque destroza y hace peor todo lo que toca, aunque le faltan la ternura y la poesía del personaje de Johnny Depp, que, por más que se empeñe el ministro, nunca alcanzará.
 
 
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