miércoles, 17 de octubre de 2018

HALITOSIS CANÓNICA


Me eduqué en un modesto colegio de barrio, el barrio que, precisamente, expulsados del centro de Madrid por la especulación, hoy han escogido muchos jóvenes actores para vivir. Mis padres, con cuatro hijos, tres varones y una niña, la pequeña, no podían permitirse llevarnos a colegios de curas, como entonces se suponía que convenía para una buena educación. Fue una suerte, porque con sus crucifijos y sus retratos de Franco, aunque tenía las instalaciones justas, tenía también un excelente profesorado, pero, mirándolo con la perspectiva que da más de medio siglo de distancia, lo mejor que tenía era lo que no tenía, los curas. 
Sólo pasaba por allí un cura, el que nos daba Religión. Un buen hombre mayor, con la sotana raída y ya parda, al que, asilvestrados como éramos, probablemente hacíamos sufrir más de la cuenta, pero, pese a la humildad de su atuendo, era limpio y, como digo, un buen hombre. El resto del profesorado, magnífico, tenía os pies en el suelo y, además de dar sus materias, hablaban con nosotros de la vida y del mundo real, lo que, en aquellos tiempos de dictadura, no dejaba de entrañar un cierto riesgo. Pero lo hacían y gracias a ellos, creo, aprendí a pensar y a no conformarme con respuestas fáciles.
Nada que ver con las experiencias que me contaban los primos o las que conocía a través de amigos que sí iban, pobrecitos, a colegios religiosos, experiencias que a menudo dejaban traumas y, siempre, un cierto poso contradictorio en su comportamiento y su ideología.
Viene todo esto a cuenta de los ecos del magnífico serial emprendido por EL PAÍS a propósito de los abusos a menores por parte de sacerdotes y del papel de malicioso y cruel encubridor asumido por la jerarquía  de la iglesia católica española, la misma que, después de haber crecido en poder, riqueza e influencias bajo el dictador al que llevaban bajo palio, amparará su momia en la cripta de una de sus catedrales cuando sea desalojada del mausoleo que mandó construirse para agravio de sus víctimas. A cuento de que esa iglesia lleva décadas, si no siglos, abandonando a los niños que sufren los abusos y protegiendo a los autores de tan horribles crímenes ocultándolos a la justicia de los hombres, la única que debe imperar y esta tierra evidente y tan lejana de los quiméricos paraísos que predican.
La iglesia católica, tan acostumbrada como está a meterse en nuestras vidas y alcobas no consiente que conozcamos y midamos con nuestras leyes la magnitud de sus crímenes. Por eso, cuando el daño causado en un niño por los impulsos mal reprimidos de un monstruo que no ve otra forma de salir del infierno mal asumido del celibato sale a la luz en el ámbito familiar, trata de ocultarlo por todos los medios, poniendo en duda, primero, la versión de la víctima, presionando a la familia, después, y, si no queda otro remedio, escondiendo al monstruo en alguno de sus muchos conventos o trasladándole a otra parroquia, a otro "cazadero" en el que ese criminal enfermizo, que otra cosa no es, no tardará mucho en buscar nuevas víctimas para sus abusos.
La iglesia, lleva siglos haciéndolo, maneja el tiempo a su antojo, aparta a los abusadores descubiertos en su seno, hasta que el olvido o la prescripción les ponen a salvo de la justicia ordinaria. Y no sólo eso, acomoda sus leyes internas y a quienes deben administrarlas a su antojo y, sobre todo, miente. Miente como lleva siglos haciéndolo, porque, para quien administra desde hace dos milenios la fe ciega y candorosa de sus fieles más honrados y crédulos, mentir es fácil. Mentir y colocar al frente de la comisión que ha de reformar los protocolos, el modo en que la iglesia aborde las denuncias de abusos, a un vicario de la diócesis de Zamora implicado en el encubrimiento de un caso de abusos del que tuvo conocimiento.
Yo, como hijo que soy de una navarra, fui a misa desde pequeño, primero con mis padres y luego, a los doce o trece años, por mi cuenta, con mis amigos, hasta que sentí el hedor de aquel cura comido por el morbo que juntaba su mejilla con la mía, mientras hurgaba, babeante, en la naturaleza de mis naturales tocamientos. Fue en ese momento cuando, gracias a ese asqueroso sacerdote, descubrí, por suerte y para siempre, el hedor de esa fétida halitosis canónica que sigue padeciendo la iglesia católica en general y española en particular.

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