Recuerdo aquel día, tan frío como el de hoy, recuerdo que
fue a primeras horas de la tarde y lo que mejor recuerdo fue el silencio, un
silencio atronador, más que podía serlo el más potente de los gritos. Éramos
gente de todos los barrios, obreros y estudiantes, pero también oficinistas,
mujeres y hombres que, por fin, estábamos gritando ¡basta! con nuestro
silencio.
Yo, apenas pasaba de los veinte años y, como casi todos los
que allí estábamos, fui con mi gente. No hicieron falta muchos argumentos,
porque los que teníamos miedo, y había razones para tenerlo, nos lo tragamos,
porque pesaban más la responsabilidad personal y la sensación de que había que
estar allí para parar con nuestro silencio y nuestra fuerza tranquila tanto
horror como el que quienes no se resignaban a dejar sus privilegios habían
desatado.
Tres pistoleros mitad señoritos, mitad buscavidas, acababan
de asesinar salvajemente a cinco de los nuestros, nuestros porque no eran
suyos, y, si lo hicieron, fue porque pretendían torpemente parar esa marea
imparable que arrasaba sus jardines. Descargaron sus sofisticadas metralletas,
disparando "a bulto" sobre los cuerpos de quienes hallaron a esa hora
en el despacho, como en un fusilamiento de los tiempos que añoraban. Y
consiguieron perpetrar la carnicería que buscaban.
Lo que no sabían, dudo que los que quedan vivos de entre
ellos hayan llegado a saberlo, es que, con sus balas y la sangre de sus
víctimas, estaban escribiendo el principio del fin de su miserable historia.
Querían arrancar de raíz lo que consideraban cizaña y malas
hierbas y lo único que consiguieron es que las raíces que entretejían el futuro
de este país bajo sus pies brotasen con la fuerza imparable que acabaría por
asfixiar los mezquinos planes que tenían para nosotros.
Ahora sabemos que la temible CIA vio en la matanza de Atocha
y en otros asesinatos de aquellos días un intento de provocar la inestabilidad
que forzase la salida del ejército de los cuarteles. Y, sin embargo, lo que
consiguieron fue lo contrario, porque toda esa gente que no perdimos los
nervios ante el enorme despliegue policial, toda esa gente que, con el puño en
alto y los ojos llenos de lágrimas, despedimos con nuestro grito silencioso los
cinco féretros, nos ganamos, al menos eso dicen, la mayoría de edad para
siempre. Tanto fue así, que dicen que, en aquel helicóptero blanco que aquella
tarde sobrevoló la plaza de Colón y sus alrededores, yo lo vi, viajaba el rey
Juan Carlos, que quiso comprobar sin intermediarios la magnitud del acto.
Recuerdo la manzana en la que estaba el despacho asaltado.
Cuántas veces no habría pasado por ella, cuántas cañas, cuántas colas,
esperando a entrar a aquellos conciertos del Monumental, conciertos que, en
aquellos tiempos eran, también, manifestaciones de rebeldía, porque cada uno de
ellos constituía un acto de rebeldía del que se salía más libre y con ansias de
serlo cada vez más. Recuerdo que la zona, antesala de tantas otras zonas
amables de la ciudad -Plaza de Santa Ana, Lavapiés, Tirso de Molina, la misma
Plaza Mayor- nunca volvió a tener, al menos para mí, el encanto de aquellos
años de antesala de la libertad.
Han pasado cuarenta años y la mayor parte de quienes hoy se
mueven por esos lugares no conocieron aquellos días, aquella trágica noche, o
aquella tarde de silencio, en la que el Partido Comunista, firme y organizado,
se ganó la legalización y nosotros, la gente, caminamos un largo trecho hasta
la libertad.
Ocurrió hace cuarenta años, más de la mitad de la vida de
muchos de los que allí estábamos, y, la verdad, cuesta reconocer aquel país tan crispado y a
aquella gente tan serena, que es España y somos nosotros.
1 comentario:
Muy bueno...
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