A una semana de las elecciones y después de otra de campaña,
es poco lo que tengo claro. Quizá la única certeza que me queda es la de que
los candidatos independentistas, uno en un exilio virtual y literario, cuatro
en prisión y otros, junto a ellos, con la hipoteca de importantes peticiones de
penas sobre sus espaldas, lo único que pretenden es la ruptura con el estado
español, del que forma parte, aunque sea a su pesar, Cataluña, para, así, poder
escapar de ese oscuro futuro judicial que les espera.
Ya digo que eso es de lo poco que he podido sacar en claro
en los días que llevamos de campaña, porque, de lo otro, de lo que me
preocuparía si viviese en Cataluña, el paro, la sanidad, la enseñanza, las
infraestructuras, las pensiones o la dependencia, nada o apenas nada se está
diciendo. Todo se reduce a hablar de rejas y grilletes, de cargas policiales o
de ese "millar de heridos" imposible de constatar que el primero de
octubre dejó la Guardia civil delante las urnas de un referéndum que, por su
ilegalidad y sin garantías, nunca debió celebrarse.
De eso se habla y de un número, el 155, causante, al
parecer, de todos los males que aquejan hoy a los catalanes. No se habla de la
inseguridad jurídica en que quedarían los casi tres millares de empresas que
han salido de Cataluña, asustadas ante la posibilidad de quedar fuera del
mercado único y de la seguridad, relativa, pero palpable, que les proporciona
la pertenencia de España a la Unión Europea, con su sistema bancario como
paraguas protector.
Tampoco se habla de los servicios públicos ni de la
corrupción que provoca que, a uno y otro lado del Ebro, un saco de cemento para
una obra pública, un pupitre para que estudien nuestros hijos y nietos, una
cama de hospital o un kilómetro de ferrocarril o carretera cuesten, como
mínimo, un tres por ciento más de lo que deberían costar. De eso no, no vaya a
ser que los electores descubran que no son tantas las diferencias entre unos y
otros.
Me queda el consuelo de pensar que la realidad no es tan
decepcionante como la percibo, que lo que ocurre es que sólo nos llega una
parte del debate y no la más interesante sino la que a la prensa y sus gestores
les parece más vistosa, esa que convierte cualquier debate entre candidatos en
un programa de cotilleo de Tele 5, con sus insultos y todo.
De no ser así, los electores seríamos más críticos y menos
pasivos. De no ser así, quienes son capaces de aprender, entender, criticar y proponer
alternativas al sistema de juego de un equipo de fútbol, se interesarían con
igual entusiasmo por los programas electorales de los partidos, estarían
vigilantes ante sus políticas y seguirían con criterio los debates en el
parlamento.
Pero no. A ningún gobernante o a quien aspire a serlo le
interesa sentir en su nuca el aliento de sus votantes, a ninguno le gustaría
que leyeran por encima de su hombro sus papeles, sus notas, sus agendas - ahí
está la de Juvé, número dos de Junqueras- porque quizá cayeran en la cuenta de
que lo suyo, lo de los políticos, tiene poco que ver con sus problemas. Y es que, a
ellos, a los políticos, se les llena la boca de ideas abstractas, de conceptos
etéreos, difíciles de traducir en todo eso que necesita el ciudadano, trenes,
escuelas, carreteras, hospitales o residencias de ancianos. Se les llena la
boca de eso, porque, de lo otro, como reconoció ayer el diputado de ERC, Joan
Tardá, el mismo que se sienta al lado del alegre y combativo Gabriel Rufián, no
tienen ni idea.
Saben que, para su gente, los demás les dan igual, lo
importante es proclamar la república catalana y cómo conseguirlo. Lo que no saben
es qué hacer después, cómo implementar. De eso, insisto, no tienen ni idea.
1 comentario:
Gran artículo ...
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