Entiendo el cariño que el rey debe tener por su hija del
mismo modo que entiendo el agradecimiento y el cariño que los españoles tienen
o han tenido, yo mismo entre ellos, por el rey. Sin embargo, ni lo uno ni lo
otro justificarían que, ante hechos tan escandalosamente relevantes como
los que rodean a la infanta Cristina y su marido, la justicia, además
de ciega, se volviese sorda. Por eso soy de los que piensan que es, no sólo
acertada, sino, además, inevitable, la decisión tomada por el juez Castro, una
vez que ha comprobado el papel de la infanta en las empresas a través
de las cuales su marido, Iñaki Urdangarín, y su socio Diego Torres
recibían dinero público de diversas administraciones, a cambio de unos dudosos
servicios y, lo que es peor, para unas presuntas actividades filantrópicas que
nunca existieron.
También, y por ello, soy de los que no alcanzan a
entender que el PP y PSOE se preocupen por el perjuicio que pueda causar a
la imagen de España la imputación de la hija del rey y pienso que mucho más
hubiera debido preocuparle que, sabiendo lo que sabemos, la justicia, el juez
Castro, mirase para otro lado. Sólo una imagen de España como país
consentidor con la corrupción gracias a una justicia dócil, sería peor que la
que ahora mismo tenemos, ganada a pulso, por cierto, de país cuyo partido
de gobierno lleva meses en entredicho, con su presidente chantajeado y
mudo por lo que pueda contar un tesorero nombrado por él mismo y pillado
con firma en cuantas que alcanzan los cuarenta millones de euros en Suiza y en
los Estados Unidos.
Por si fuera poco, en este país, la gente sufre y sufre
mucho. Hay un millón largo de familias en las que, desde hace meses, no entra
un sueldo, mientras se recortan sueldos y servicios, mientas todo se
deteriora, los jóvenes mejor preparados tienen que marcharse a ganarse
el pan y la dignidad fuera, como hicieron sus abuelos y mientras algunos hacen
negocios, y qué negocios, en los despachos de amigos colocados en los despachos
adecuados. Por eso a este país, no a su clase política, no a los que le
gobiernan o han gobernado, no le extraña que, si la fiscalía no lo remedia, que
esa es otra, la hija del rey tenga que bajar la famosa rampa que da acceso a
los juzgados de Palma, verdadera pasarela de la vergüenza para quienes están
acostumbrados a rojas alfombras y flashes amigos.
Este país no se sorprenderá si la escena se presenta ante
sus ojos, porque este país ha visto mucho y malo. Ha visto a su rey jugando al
escondite en un matadero de elefantes y pagándolo con una cadera rota que, por
cierto, nos costó una pasta reparar. Ha visto al presidente gallego que se
subió en el yate y en el todo terreno de un sospechoso de narcotráfico y
contrabandista conocido, decir que no sabía nada de las actividades de su
amigo y mintiendo cuando asegura que, en cuanto tuvo sospechas, dejó de vele,
aunque hay pruebas de que seguían telefoneándose. Ha visto a partidos y
sindicatos mirar a otro lado en cajas y bancos públicos y ponían el cazo para
recibir suculentas las dietas, mientras otros los saqueaban y expoliaban
los ahorros de centenares de miles de españoles. Ha visto muchas cosas y
se las ha tragado como sapos, porque ha visto cómo se las tragaban,
con bastante menos asco, por cierto, porque previamente se las tragaban
aquellos que elegía para que le representasen.
Pero el sistema inmunológico de los españoles, tan
habituado a procesar basura, como cualquier otro organismo, ha generado
anticuerpos, tantos y tan virulentos que reaccionan ya ante la más ´mínima
agresión. Por eso, no se asombran porque la hija menor del rey tenga que bajar
al infierno de los juzgados y elevarán al juez Castro al altar de sus
héroes más queridos, y sólo por haber cumplido con su obligación, a pesar de la
que le ha caído, la que le está cayendo y la que le caerá por hacerlo. No sólo
no se asombran, sino que lo agradecen, porque de no ser así, el daño sería peor
que la arcada.
Quienes rigen los destinos de este país se asombran de lo
que no se asombran sus ciudadanos y esto es así porque desde hace tiempo viven
en peceras de cristal y pixeles que les separan de lo que siente el pueblo y no
les permiten otra cosa que mirarse el ombligo y el bolsillo. Pero la
decepción y el dolor enseñan y enseñan mucho, Tanto como para no sorprendente
siquiera por la tan irrespetuosa e insinuante sorpresa del rey.
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