Yo, lo confieso, cando no tengo nada mejor que hacer abro
una sociedad en Panamá para poner a su nombre todas esas cosillas inconfesables
que, reconocedlo de una vez, trúhanes, todos tenemos. Pongo a su nombre
mis vicios, mis perezas, mi escasa voluntad y mi flojera para el sacrificio.
Son tonterías, cosillas sin importancia, asuntillos que todos tenemos
pendientes, pero con las que se me hace incómodo convivir. Por eso las escondo.
Así, los demás no saben que los tengo y, si no son públicos, no tengo que pagar
por ellos.
Otra cosa no tengo, mis libros que ya no leo, mis discos y
mis cacharros de escribir, ver y escuchar, porque no tengo propiedades que
puedan interesar a nadie ni, mucho menos, bienes con los que yo o los míos
podamos especular. Más o menos, lo que les ha ocurrido al fiscal Moix y su
familia y que le pasa a toda esa gente a la que, como a Ignacio González, no les
gusta que la gente, que Hacienda, que, dicen, somos todos sepan lo que tienen,
sobre todo para no hacer sufrir, para no incomodar a los demás con nuestras
ostentaciones, para parecer ciudadanos normales y corrientes a los que no se
debe envidiar ni mucho menos admirar.
En mi familia no hay grandes propiedades, lo justo para
vivir con una cierta tranquilidad, nada de chales en la sierra de medio millón
de euros, que no han visto juntos en su vida, nada que pueda acabar resultando
incómodo en una herencia. Ningún bien que esconder en Andorra, Panamá o una de
esas islas de nombre exótico en las que, oh casualidad, casi todos los bancos
españoles tienen o han tenido sucursales.
Debe ser porque nací, crecí y vivo en Carabanchel Bajo, el
barrio madrileño que creció a mediados del siglo pasado en los campos de
cereal, junto a arroyos sucios, líneas del frente de la guerra civil y
cementerios, cuatro o cinco se ve desde la azotea de la casa de mis padres.
Debe ser que mis padres no tuvieron el tiempo ni el dinero suficiente para
comprar una casa en la sierra y disfrutarla, debe ser que, con dar una carrera
universitaria a cada uno de sus cuatro hijos, que ya era más de lo que habían
soñado para nosotros les bastaba. Debe ser que siempre cumplieron con la ley,
aunque lo hicieran por miedo y por falta de conocimiento de que, con ¡dinero y
abogados, se podía burlar.
Nada que ver con toda esa gente que esconde millones en los
altillos, cuentas en Suiza y propiedades tras la pantalla de sociedades en Panamá
y otros paraísos, no por evadir impuestos, que ellos son muy patriotas, sino
por si vuelven los rojos, disfrazados ahora de podemitas. Nada que ver con esa
gente con clase, los ricos de toda la vida, educados en los jesuitas o
los maristas, con títulos universitarios de exóticas universidades, entre los
que la derecha gobernante, la que tiene partida de golf y de naipes en el Club
de Campo, tiene que seleccionar los mimbre con los que tejer el aparato del
Estado, ese que les defiende de loa abusos del populacho, de su grosera interpretación
de las leyes, de esos que se atreven a pedir y, por desgracia lo consiguen, a
sentar a todo un presidente de Gobierno ante un tribunal.
Esa chusma y los que escriben los periódicos que leen no se
dan cuenta de lo difícil que resulta encontrar a alguien que les sirva para ese
propósito, alguien de su clase que, además, tenga un pasado impoluto y un
patrimonio que se pueda tender en el balcón como se tendía la bandera o los
símbolos piadosos en los días señalados. No se dan cuenta de lo difícil que ha
sido, tras un largo ensayo de prueba y error, encontrar a Manuel Moix, su
fiscal Anticorrupción Qué raro me resulta escribir juntos ese nombre y ese
cargo.
Intentémoslo otra vez sin que suene como sarcasmo: ¿Manuel
Moix? ¿Anticorrupción?