Si no supiese de él lo que sé, si me hubiese conformado con
su cara de adolescente torpón, con su leyenda de "verso suelto" en el
PP, si me hubiese dejado embaucar, como muchos, por sus gestos selectos, sus
favores, sus disfraces de hombre culto y afable, probablemente pensaría que el
nuevo rostro de Gallardón es hijo de una crisis espiritual, de unas
convicciones que, sinceramente, dudo que tenga.
Lo único que quizá lo explique todo es que el hoy ministro
de Justicia es prisionero de una misoginia antigua, aprendida en casa, que le
impide ver a las mujeres como son, inteligentes, maduras, libres e
independientes. Nada que ver con ese estereotipo de mujer decorativa y
"pata quebrada", con la que, con copas de más o sin ellas y siempre
que puede, coquetea sin poderlo remediar.
Desde que dirige el Ministerio de Justicia, no sé si porque
llegó a la conclusión de que el hijo de don José María Ruiz Gallardón no podía
aspirar a mas o porque, por el contrario, pensaba que el despacho de
la calle de San Bernardo era el perfecto trampolín para colmar sus
ambiciones de ser algo más que delfín de Fraga o el eterno colocado en las
quinielas.de la derecha, abandonó definitivamente el hábil disfraz de culto y
progresista que tan buena prensa le había dado hasta entonces, al menos en
algunos medios.
El caso es que, lleno de euforia legislativa, quiso hacerse
perdonar anteriores veleidades y coqueteos con el centro izquierda
editorial, poniendo el acento en la humillante, retrógrada, machista y
cruel ley del aborto que quiere ofrecer como presente a esa derecha
montaraz que ni le tolera ni le tolerará nunca. Es más en ese freudiano
mecanismo de matar al padre quiere ir más lejos que don José María, al que el
Constitucional tumbó sus pretensiones de dejar, por medio de su
recurso, fuera de la ley el supuesto de malformaciones del feto.
Ruiz Gallardón, en este caso Alberto, se ha quitado del
todo la máscara manifestando sin ningún tipo de ambages su rechazo a
que las mujeres puedan decidir no ser la madre de quien difícilmente va a
sobrevivir tras el parto o acabará viviendo una vida que, por más que se empeñe
la iglesia católica, poco tiene que ver la vida que cualquiera desearía para
sus hijos. Asumir esa postura es pensar muy poco en la mujer. Es más, es
comportarse de una manera muy cruel con esas madres que no tienen a quien
encomendarle, lleve o no cofia, el cuidado de esos niños. Es cruel, machista e
irrespetuoso.
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