¿Os habéis fijado en el modo elegido por los políticos
españoles para manifestarse en carne mortal ante los ciudadanos? Antes, el que
tenga edad, memoria y un poco de vergüenza lo recordará, lo hacían en
mítines multitudinarios, en los que se abarrotaban, estadios, polideportivos y
plazas de toros. Precisamente en una plaza de toros se dio el primer mitin al
que asistí en mi vida, tras la muerte del dictador, el que convocó la CNT en la
de San Sebastián de los Reyes, que fue, por cierto, el primero autorizado en
toda España tras la Guerra Civil.
Con el tiempo, estas concentraciones de fueron consolidando
como actos de afirmación y captación de nuevos militantes, al tiempo que, para
los dirigentes, pasaron a ser el trampolín en que se bregaron y en el que
se fraguó más de una carera política. Eran los tiempos en que se escuchaban
aquellos ¡Qué bien habla! ¡Qué claro lo dice todo! ¡Qué cojones tiene! Las
plazas se llenaban de banderas y había lágrimas de emoción -hoy las habría de
rabia y decepción- entre el público, se levantaba el puño y se cantaba la
Internacional. Poco a poco, mitad por los precios de alquiler de los recintos y
mitad porque cada vez se veían mas huecos en la arena y en las gradas, los
partidos fueron optando por escenarios más pequeños como teatros y salones de
actos, para acabar refugiándose en los salones de algún que otro hotel o en las
plazas públicas, cada vez más pequeñas y cerrando cada vez más el plano de
la cámara, para no poner en evidencia la soledad de unos representantes
públicos que tenían ya poco que ver con la gente a la que
fingían dirigirse.
Bien es verdad que cuando toca campaña electoral, demasiado
a menudo a mi modo de ver, vuelven los mítines, uno por día preferentemente a
la hora de los telediarios y en escenarios y ciudades en los que el lleno es
fácil de controlar y conseguir, cosa que se consigue a base de autobuses con
militantes convenientemente provistos de las prácticas, pero poco
vistosas, banderitas de plástico del partido en cuestión que, por otra parte,
sería bueno recoger a la salida, para no llenar con esa basura papeleras y
contenedores de la zona.
Es la mercadotecnia de la política, toda una ciencia que
lleva, por ejemplo a colocar a la espalda del orador una pequeña grada,
suficiente para servir de fondo a los planos de televisión y las fotos, para
que se seleccionan lo más joven y vistoso de la militancia, con un negro y
algún emigrante más en el lote, dotados todos de sonrisa profidén y con la
coreografía de las banderitas, ahora a la derecha, ahora a la izquierda,
convenientemente entrenada y ensayada para no aburrirse y no sufrir calambres
en dedos y muñecas. Todo muy estudiado aunque, a veces, como en el mitin
de cierre de campaña de Miquel Roca, candidato del PRD (Operación Roca) en
las generales de 1986, para el que se contrató el auditorio del Parque de
Atracciones de Madrid, que se había abierto, con accedo gratuito al parque y
las atracciones, con el resultado perverso de haber llenado el parque con
familias enteras, no así el auditorio, en el que apenas se cubrieron las
primeras filas.
Ha pasado más de un cuarto de siglo desde entonces y el
aparato de propaganda de los partidos, Luis Bárcenas y su troupe de la Gürtel
incluidos, ha aprendido mucho de escenarios y tele. Tanto, que han dado con el
formato ideal, el del guateque ideológico o, como yo digo, el tupper mitin. Si
no sabéis de que hablo, basta con que os asoméis a cualquier telediario de fin
de semana y veáis a la Cospedal, el González Pons o el Rubalcaba de turno
-Rajoy no está para esas mindundeces, que cansan mucho- para soltar las
consignas, convenientemente envueltas en caramelo de cordial camaradería, pero
dirigidas a la o las cámaras de televisión, convenientemente también invitadas
al tupper mitin.
No son otra cosa esos encuentros. No suele haber más
de una veintena de personas, todas militantes, justo el tamaño y la entrega de
una claque, entre otras cosas, porque no cabe más que una claque en el
escenario contratado.
Alguien, alguno de esos carísimos asesores que tiene n los
partidos, ha debido caer en la cuenta que si las reuniones de tupper ware
sirvieron para llenar de cacharritos herméticos los hogares de medio mundo y,
las de tupper sex, para llenar de consoladores, bolas chinas, anillos
vibratorios y otros juguetitos las mesillas de muchas españolas y algún que otro
español, bien podían adaptarse a las necesidad que tienen los políticos,
especialmente en fin de semana, de aparecer en los telediarios para amargarnos
la comida o la cena.
Ha nacido el tupper mitin, lavémoslo conveniente después de
cada uso, no vaya a ser que acabe por transmitirnos alguna infección, del tipo “escrache
igual a nazismo”, ya lo intentaron sin éxito con el “escrache igual ETA”, en el
pensamiento.
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