Que los partidos políticos españoles han saltado al
vacío hace tiempo ya es algo incontestable. Es un dato que se recoge con
toda rotundidad y fiabilidad en los últimos sondeos, se hagan públicos o
no y, por eso, ya hay partidos, algunos a la desesperada, que, más
allá de removerse inquietos en sus poltronas, están bajando al suelo de la
calle, para tratar de salvar los muebles del negro futuro que se pinta para
ellos.
Hoy lo dice claramente el Observatorio elaborado para la Cadena SER, según el cual un
57% de los consultados ya no confían en la eficacia de los partidos y los
sindicatos, hasta el punto de creer que la democracia, que sigue recogiendo el
apoyo mayoritario de la ciudanía, funcionaría mejor sin ellos. Menos sorpresivo
quizá, resulta el dato de que los españoles rechazan más claramente si cabe el
capitalismo, al que, evidentemente, culpan de las consecuencias de la
crisis que estamos padeciendo.
Como la memoria es flaca, los partidos se llenan la boca de
la palabra transición y no les encanta contarla a su manera y con sus
protagonistas cambiados. No recuerdan, porque no les ha convenido hacerlo, que
el verdadero protagonismo de aquella salida incruenta a la dictadura fue de los
españoles movilizados por lo que querían y organizados en asociaciones
vecinales, sindicatos y partidos que bajo otros modelos, claro, pusieron en la
calle la presión necesaria para que los restos del franquismo acabasen por
hacerse el harakiri.
Pero los partidos, especialmente cuando comenzaron a
"tocar" poder, se dieron cuenta que el apoyo táctico de las bases
ciudadanas, articuladas en gran medida en torno las combativas asociaciones de
vecinos sólo no cabía en su estrategia futura, sino que iba a convertirse en un
incómodo lastre para sus planes. Por eso quien quizá más les debía, el
PSOE, porque entonces apenas tenía militantes, aunque, como diría un
castizo, sí tenía "posibles". Puso en marcha su labor de zapa
para acabar con tan incómodos compañeros de viaje que, antes o después,
acabarían exigiéndole políticas y alianzas de izquierdas que ya no cabían en su
mundo.
Qué distinto hubiese sido todo si los socialistas, en lugar
de deberse a los "nuevos ricos" en que, más que engañados, nos
habíamos convertido sus votantes, hubiesen tenido que compartir proyectos y
estrategias con aquella enorme fuerza ciudadana que conscientemente se
encargaron de desarticular. Probablemente hubiesen estado más pegados a
tierra, probablemente nunca hubiesen dicho aquello de que "bajar los impuestos
es de izquierdas", probablemente no se hubiera suprimido el impuesto sobre
el patrimonio, al menos para los muy ricos, y probablemente la caja del Estado
hubiese resistido mejor los envites de la crisis. Pero no, había
que estar en Europa y había que comportarse como los campeones de la
democracia que creíamos que eran los europeos.
Lo de las masas, lo de la gente en la calle, lo de las
reuniones para discutir los problemas del barrio, la carestía de la vida o los
abusos de los ayuntamientos; aquellos locales en los que se compartían
información e ideas, al tiempo que se ensañaba a leer y escribir, se daban
clases de macramé o de pintura y cerámica, aquellas naves y garajes donde se
formaban grupos de teatro, no eran muy del gusto de quienes comenzaban a gastar
coches caros, se fueron a vivir a modernas y luminosas urbanizaciones y
comenzaban a dejarse ver junto a tiburones y contratistas que, en vez de
aportar al proceso, les susurraban al oído aquello de "qué hay de lo
mío".
Los partidos políticos, especialmente los de la izquierda y
especialmente el PSOE, soltaron amarras y de alejaron, a un tiempo, de la gente
y de la realidad. Por eso hemos llegado a esto. Por eso la gente está
recuperando la calle para decir "aquí estamos y lo vuestro no nos
vale". Por eso la gente sigue apoyando los escraches, pese a las campañas
de criminalización emprendidas por el partido del gobierno y algunos
"viejos jarrones" del PSOE.
Por eso, el día que creyeron que podían prescindir de los
ciudadanos, los partidos, al menos los de la izquierda, se suicidaron.
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