Cuando, en el verano de 1973, hice mi primer viaje fuera de
España -a París y en tren- sentí a la vez alivio y congoja. Alivio porque, por
fin, comprobaba que vivir en libertad era posible y congoja al saber que
cada paso que diese en aquellas calles, cada umbral que cruzaba
de todas esas librerías que ofrecían los libros que buscaba,
cada escalera que subía o bajaba para entrar en esas tiendas de discos
donde estaba todo la música que yo tanto amaba y me negaban en España,
todo ese camino que anduve en esos quince días, tendría que desandarlo para
regresar a un país al que no le dejaban ser feliz del todo.
Por eso, cuando cinco años después, con el dictador muerto y
enterrado, con la ilusión de que había sido redactada por representantes de los
ciudadanos elegidos libremente, fui convocado a las urnas para votar la
Constitución, le di un SÍ enorme, porque suponía que desde ese momento había
una ley de leyes escritas por el pueblo para proteger al pueblo, incluso
de sus propios gobernantes. También, con menos entusiasmo y bastante
resignación, asumí que, pese a haber votado NO, triunfase el SÍ al ingreso en
la OTAN que, dijeron, era la llave para el ingreso en el Mercado Común que nos
haría definitivamente europeos y alejaría definitivamente de España cualquier
peligro de una vuelta al fascismo totalitario del que no hacía tanto habíamos
escapado.
Quién me iba a decir que sería precisamente de eso que
entonces era el Mercado Común y hoy es la Comisión Europea de donde vendría el
tan temido totalitarismo que, nada más darnos a conocer la libertad y el
progreso, nos está devolviendo a los tenebrosos años de la dictadura, sembrando
de nuevo desigualdad, pobreza, paro y dolor, en torno al castillo de bienestar,
igualdad y salud que, poco a poco, estábamos levantando.
Quién nos iba a decir que la Europa siempre presente en
nuestras conversaciones, la que llevaba a nuestros hijos a estudiar al
extranjero como ciudadanos iguales, la que nos hizo olvidar la maleta
de cartón y el pasaporte con que otros españoles, apenas tres décadas antes,
tuvieron que salir a buscar en pésimas condiciones lo que su país les negaba.
Quién nos iba a decir que nuestros jóvenes erasmus acabarían retomando la senda
de sus padres y abuelos para poder vivir con un poco de dignidad.
Pero, con ser malo, eso no es lo peor. Lo peor es que, en el
organismo de esa Europa soñada a la que creíamos haber llegado, se ha instalado
una enorme tenia que devora sin pausa y sin medida todo el alimento y la
riqueza que necesitan sus ciudadanos, un enorme parásito que está dejando sin
aliento a países como el nuestro que, atados de pies y manos por sus propios gobiernos,
nada pueden hacer para deshacerse del gusano que está acabando son su salud.
La reacción del primer ministro portugués, Passos Coelho
-ejecutor, como se pretende hacer aquí, de un terrible plan de desmantelamiento
y privatización de la Sanidad, la Enseñanza y otros Servicios Públicos,
para dejarlos en manos del capital extranjero, fundamentalmente chino- ante la
decisión del Tribunal Constitucional, echando abajo las más sangrantes y
arbitrarias de sus medidas de recorte, no deja lugar a duda. Passos
Coelho no cree ni ha creído nunca en la democracia. Para este derechista
que se esconde tras las equívocas siglas del Partido Socialdemócrata, la
democracia sólo ha sido el puente, la pasarela necesaria, para acceder al poder
desde el que entregar la riqueza del país al capital internacional y a sus
amigos. Y, ahora, a este tirano que se sirvió de la democracia el
Constitucional, la Presidencia de la República y el Defensor del Pueblo, se le
vuelven incómodos obstáculos que echar abajo.
España ya no cree en su rey ni en los partidos que le han
gobernado estos últimos años. No cree en ellos, porque no han cumplido con su
sagrada obligación de velar por los intereses de los ciudadanos. El futuro es
tan prometedor como incierto, porque en las aguas revueltas del desconcierto y
el desencanto es en las que pescan el fascismo. No aquel que, de uniforme,
llenó de terror Europa hace ocho décadas, no. El fascismo que viene, que ya
está sobre nosotros, no se mancha las manos con brea ni con aceite de ricino.
Le basta con haber parasitado la superestructura que se dio Europa para ser
mejor. La basta con haberla plagado de personajes e instituciones inútiles
que no hacen otra cosa que decir siempre sí, aunque no les asista el derecho ni
la razón, a la siniestra troika.
El fascismo de, el €urofascismo, ni siquiera ha tenido
que pasar la criba de las urnas. La basta con invocar la necesidad y agitar el
fantasma de las sanciones. Después, ya se encargarán los serviles gobiernos de
cada país de ejecutar las órdenes. Pero, ojo, del fascismo se salió y se sale.
Costó y costará sufrimiento y dolor, pero se saldrá. De nosotros depende.
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