Cuando me siento ante el teclado escucho que, según la EPA,
en España hay ya más de seis millones doscientos mil parados. Un dato
insoportable para un país en el que hace apenas cinco años atábamos
los perros con longanizas... los atábamos o, mejor dicho, eran otros los
que los ataban, porque cuesta pensar que toda aquella riqueza se haya esfumado
de la noche a la mañana. Cuesta ponerse en la piel de un gobernante que tolera
que haya dos millones de hogares en los que ya no entra ningún salario
y lo único que se le ocurre es despedir y recortar en educación,
sanidad y, ahora, pensiones.
Efectivamente hubo un periodo de vacas gordas, unos años de
bonanza y efervescencia, en los que, en lugar de llenar los graneros con los
impuestos provenientes del beneficio y del entonces abundante trabajo, se
decidió bajar los impuestos, porque, se nos decía, bajarlos "también
es de izquierdas" y se podía recaudar lo mismo con muchos pocos que con
unos cuantos muchos.
Todo mentira. Lo que entonces se ahorraron los grandes
sueldos en IRPF y las grandes fortunas en el resto de impuestos se
ha evaporado. Ya no está o está en paraísos fiscales y, mientras tanto,
las arcas del Estado, la riqueza de todos, se escapa como se escapa a chorros
el agua de un cesto. La gente ya no tiene trabajo y, en lugar de ganar un
sueldo del que tendría que pagar impuestos, recibe dinero de la caja común,
aunque sólo sea durante unos meses. Pero lo recibe asustado y, si puede,
no lo gasta o lo gasta en deudas inasumibles contraídas con unos bancos
"sartén", en los que, a la hora de ponerse sobre el fuego de la crisis,
el mango era para ellos y el aceite hirviendo para los clientes.
Hoy, el gobierno es otro y, si una cosa está clara, es que
ni conoce la calle ni tiene corazón. Cómo, si no, se explica que se disponga,
una vez asolado el futuro de nuestros hijos y el presente de millones de
familias, a clavar sus garras en el futuro de tantos ciudadanos que se han
dejado la piel trabajando para levantar esta España de la alta velocidad, la
Fórmula 1, las regatas, los partidos de sobresueldos en sobres, los aeropuertos
vacíos y las universidad en cada barrio -o casi- recortando las
pensiones que tanto ha costado pagar y que, ahora, son el salvavidas de la
familia.
Era el único cajón en el que el gobierno de los cada vez más
impopulares populares no se había atrevido a meter la mano. Y, si no lo había
hecho, es porque, evidentemente, de ese cajón depende una parte importante de
sus votos. Por eso, lo que prepara el Gobierno, con esa ministra fantoche al
frente, es más preocupante si cabe, porque qué cabe esperar de un gobierno
que quema las naves del voto cautivo de los pensionistas.
Insisto una vez más en que, por más que me esfuerzo, no soy
capaz de verme de nuevo ante las urnas, no creo que ningún partido -y menos
éste- se tire a la pira de unas elecciones para consumirse en ella.
¿No sería más sensato facilitar la creación de empleo, para
detener la sangría y volver a llenar las arcas públicas y comunes, con los
impuestos y generar más trabajo con el consumo? Lo sería, pero este gobierno
parece cualquier cosa menos sensato.
Lo veo todo muy negro, está claro, y cada vez se me hace más
insoportable la evidencia de que los que siempre lo han tenido todo, los que
cobraban sueldos de hasta quince mil euros por perder elecciones sólo son
capaces de encontrar soluciones, si lo fuesen, que no los son, asediando al
pueblo ya exhausto de tantos sacrificios. Un pueblo sensato que, pese a ser
consciente de su fuerza, no se ha dejado arrastrar por el humo de las antorchas
y la fiesta de la gasolina que tanto hubiese convenido a Rajoy y que sabe que, frente
a las vallas que hoy rodean el Congreso, los asediados son, en realidad, los ciudadanos.
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