Lo que hoy me pedía el cuerpo era hablar del estrepitoso y mudo -estrepitoso por las consecuencias, mudo por la asunción de responsabilidades- fracaso de la, si es que la hay, política económica del gobierno del partido que pidió el voto a los ciudadanos para acabar con el récord insoportable de los cinco millones de parados de Zapatero. Razones sobran, porque hoy, cinco trimestres después de haber ganado el premio de la mayoría absoluta, los parados son un millón doscientos mil más y quienes tanto se llenaron la boca de críticas y promesas guardan el más oprobioso de los silencios ante el desmoronamiento no sólo de la economía, sino de gran parte de las estructuras sociales de este país.
Quería hablar de ello y quizá debiera haberlo hecho, pero, desde anoche, desde que poco antes de irme a la cama vi en la portada de la edición nacional de EL PAÍS que, en el edificio derrumbado en Dacca, la capital de Bangladesh, causando más de trescientos muertos que podrían acabar siendo el doble, porque hay centenares de desaparecidos, se cosía para las grandes marcas occidentales de la confección, entre ellas C&A, Mango o El Corte Inglés, por ejemplo, no me he podido quitar el asunto de la cabeza.
Lo ocurrido en ese edificio, deficientemente construido, sobrecargado de maquinaria y tejidos y abarrotado de trabajadores, hombres, mujeres y, a la vista de las imágenes del rescate, posiblemente niños, recuerda demasiado a la tragedia que, en marzo de 1908, se llevó por delante la vida de ciento veintinueve mujeres, obreras del textil, que murieron abrasadas en el incendio de la fábrica Sirtwoot Cotton, en pleno centro de Nueva York, al haber sido encerradas por sus jefes y capataces, para que no pudiesen sumarse a la huelga del sector en el que las cuarenta mil trabajadoras reclamaban sueldos decentes, una jornada de ocho horas y derecho de sindicación.
Por eso, por la tragedia causada por aquella miserable decisión, se conmemoraba cada año el Día de la Mujer Trabajadora, convertido hoy en día de la Mujer, y, gracias a aquella y otras muchas luchas posteriores, las condiciones de trabajo de hombres y mujeres mejoraron, al menos en Occidente, hasta donde estaban hace apenas un lustro. Y por esto último, por la humanización del trabajo y la mejora de las condiciones de los trabajadores, las empresas, especialmente del textil, se han establecido en países subdesarrollados política y económicamente, en los que los salarios y las condiciones laborales se parecen más a las del Nueva York de 1908 que a las que, no sé por cuánto tiempo, conservamos aquí, en el primer mundo, las nuestras.
La presencia de esas etiquetas, tan familiares para nosotros, entre tantos cadáveres da escalofríos y, sobre todo, da, o debería dar, qué pensar. Muchos habrán encontrado ayer explicación a "los precios competitivos" que exhiben las grandes cadenas en sus tiendas. Muchos, de paso, la habrán encontrado para tanta deslocalización de empresas que ha traído como consecuencia tanto paro y tanto deterioro para el poco empleo que se conserva. Es en eso en lo que estamos. Nuestro gobierno, que parece más de ellos que nuestro, parece también empeñado en recortarnos derechos y salarios, no ya para que volvamos al Nueva York de 1908 o al Dacca de antes de ayer, eso sería impensable y acabaría, al menso eso espero, en una revolución, aunque sí a las fábricas y los comercios chinos que tanto admira el amo de Mercadona.
De momento, lo que sabemos es que, para quienes confeccionan la ropa que compramos, que, por desgracia, es la que nos venden, coser no es cantar.
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