Hubo un tiempo en el que el Reino Unido fue el modelo a
seguir en cuanto a protección social y peso de lo público en el Estado, pero
ese tiempo que hacía que, por ejemplo, los españoles se murieran de envidia al
comprobar que el mero hecho de pisar suelo británico les diera derecho a una
asistencia sanitaria que cubría desde unas pastillas contra la fiebre a
un par de gafas de aquellas que popularizó el beatle John Lennon.
El país tenía todavía muy presentes los sufrimientos de
la guerra y los sacrificios de la posguerra y estaba acostumbrado a los
esfuerzos solidarios y a que, donde no llegaban los recursos familiares, el
Estado socorriese a los ciudadanos. Es cierto que existía la pobreza,
pero, de la tierra de Dickens, se había desterrado la indigencia. Tal
situación se debía quizá a la existencia de un predominio de los gobiernos
laboristas y a la existencia de una derecha que en cierto modo tendía a lo
social como lo hacían sus rivales.
Todo esto, mientras escalaba posiciones en el partido
conservador la hija de una familia de humildes comerciantes, brillante en los
estudios, licenciada en químicas, que había trabajado en un laboratorio hasta
que la maternidad y un marido enamorado y pudiente que apoyo su decisión de
dedicarse en cuerpo y alma a la política. Fue entonces cuando, como por
desgracia ocurre más a menudo de lo que debiera sufrió un proceso de "desclasamiento"
y una amnesia acerca del que había sido su pasado, convirtiéndose poco a poco
en la mujer implacable que, porque ella lo consiguió, estaba dispuesta a creer
que lo suyo estaba al alcance de todo el mundo.
Uno no sabe qué podía esconder ese su pasado de
hija de familia de clase media baja, como para llevarla a que, cuando,
después de hacerse con el poder en su partido y ganar las elecciones, llegó a
ser la primera mujer en presidir el gobierno británico, se entregase en
cuerpo y alma a desmantelar el Estado de Bienestar en el Reino Unido.
Bajada de impuestos a los ricos, supresión de subsidios y
ayudas, recortes en sanidad y educación y, sobre todo privatizaciones salvajes
que, por ejemplo, llevaron al deterioro de los, hasta entonces,
eficientes ferrocarriles británicos que no sólo perdieron su puntualidad,
sino su seguridad por la falta de mantenimiento, dando lugar a una
verdadera epidemia de accidentes, algunos mortales.
Uno tiene derecho a preguntarse cómo es posible que la
mayoría de los británicos diesen su voto a quien acabaría llevando a cabo ese
programa. Es evidente que, como sucede ahora mismo en España, ese programa se
escondía tras una campaña cargada de acusaciones de vaguería a los
"privilegiados" perceptores de subsidios, de invasores a los
ciudadanos de la Commonwealth, que no significa otra cosa que Salud en
Común y que no es otra cosa que el viejo imperio explotado, no por la
metrópoli, que puso la sangre de sus ciudadanos para mantenerlo en guerras
coloniales, sino por las grandes empresas y fortunas que en ese momento
azuzaban a los británicos contra los desheredados recién llegados las islas.
Pero claro, si el odio vende, no es bastante para convencer
a quienes temen convertirse en odiado. Para ellos, Thatcher tuvo también
ilusionismo y efectos especiales y el mayor de ellos fue venderles todas esas
viviendas de propiedad pública en las que, a cambio de un alquiler
bajo y el mantenimiento a cargo del propietario común, vivían con sus
familias. Tras la venta, en millones de británicos se obró el milagro,
convirtiéndolos en los propietarios de su propia miseria y, de paso, en
admiradores y votantes de quien, a la postre, traería más miseria y más
problemas a sus vidas.
Como los fuegos artificiales, al final todo acaba en humo.
Por eso en pocos años, con el tremendo pulso que acabó ganando a los mineros,
dejando morir de hambre, desnudo y envuelto en sus propios excrementos a Bobby
Sands, quien, al final sólo era un simpatizante más del IRA, y consiguiendo el
deterioro en tiempo record de la sociedad británica, su popularidad se deshizo
como se deshace la espuma de la cerveza.
Rn esas andaba la "dama de hierro" cuando a miles
de kilómetros, los delirios etílicos de una recua de asesinos empujaron a
Argentina a la huida hacia adelante de invadir las Malvinas. Y la
Thatcher, a la que le faltaba la piedad, pero le sobraba astucia, encontró, de
la mano de Ronald Reagan, la salida del laberinto en el que ella misma se había
encerrado lanzando el contraataque que, en pocos días, pero con mucha sangre,
devolvería la Unión Jack a las islas.
Ese fue quizá el mayor logro de la señora Tatcher,
haber empujado a los militares argentinos al precipicio frente al que ellos
mismos se colocaron. Por lo demás, como reza la portada del Daily Mirror, la
Thatcher dividió a los británicos en ricos y pobres o, mejor dicho, entre muy
ricos, pobres y muy pobres. Y, por si fuera poco, en pleno desmoronamiento de
la mentira del Este y la Guerra Fría, mostró a la derecha europea el camino
para la liquidación del Estado de Bienestar. En esas estamos, conducidos, al
menos en España, por émulos de la Thatcher, aunque mucho más torpes que ella.
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