Todos los años ocurre. Después de tantos días de fiesta, la
basura se acumula en los contenedores, siempre insuficientes, y sus
alrededores. Restos de las comilonas, si es que este año las ha habido,
botellas vacías de vinos y licores, embalajes de regalos de todos los tamaños,
los papeles con los que fueron envueltos y los aparatos y juguetes a los que
sustituyeron ayer y algún que otro sueño roto, se acumulan para que el camión
de la basura los recojan en uno de los peores días del año, si no el peor, para
el servicio.
Cuánta falta haría un servicio parecido que en días como
este se llevase todo lo malo que nos ha pasado. Un día en que uno de esos
ruidosos camiones trituradores se llevase a la señora Lagarde y sus antecesores
en el FMI, ahora que han caído en la cuenta de que su receta para la crisis,
basada sólo en la austeridad y nada más que la austeridad, está matando al
enfermo. Otro camión que se llevase lo más lejos posible a Miguel Ángel
Fernández Ordóñez, que tuvo en su mano disparar las alarmas que hubiesen puesto
a salvo los ahorros de tanta gente y, por el contrario, no hizo otra cosa que
dar cobertura a quienes vaciaban las cajas en beneficio de sus amigos y sus
partidos. Un camión, pintado de blanco, para llevarse al presidente de la
Comunidad de Madrid, Ignacio González, a su consejero Fernández Lasquetty y a
la presidenta de su partido en Madrid, Esperanza Aguirre, a ese crematorio al que
van a parar los residuos peligrosos procedentes de los hospitales. Otro,
blindado y pintado "de camuflaje" que se llevase al ministro de
Defensa, don Pedro Morenés, y le retirase de la circulación, para que con sus
obviedades y sus medias palabras dejase de enredar con los sables de los
militares. Otro, de lujo y con escolta vistosa, que conduzca al rey Juan Carlos
y su comparsa Jesús Hermida a alguna reserva de elefantes, para que allí,
armados sólo con sus sillones se disparen uno a otro preguntas sin interés y
respuestas inconsistentes, hasta que los elefantes, tan aburridos como los
espectadores de la Primera caigan exhaustos a sus pies.
Son muchos camiones, pero no acabaría bien la cuenta si no
la cerrase con uno de esos carros tirados por mulas en el que los traperos, yo
los he visto, volcaban la basura que sacaban de los pisos a la calle, después
recoger en sus banastas el contenido de aquellos cubos forrados de papel de
periódico a los que iba a parar lo poco que se tiraba en aquellos años a los
que nos pretende devolvernos, sin mover una pestaña, María Dolores de Cospedal,
destinataria del maloliente y cansino carro, para que la deposite en rincón de
la Historia, junto a todo el dinero que ha cobrado a nuestra costa durante
tantos años y nada más, para que como un rey Midas cualquiera sepa a qué
conduce la avaricia.
Harían falta muchos más carros y camiones, uno, por ejemplo, con el
número 21, para el ahora extrañamente silencioso Wert, encargado de recoger los
catecismos, la literatura ultraliberal y fascistoide que tanto parece gustarle,
además de toso ese cine rancio que parece pretender para todos nosotros. Y otro cómodo y mullido, con un televisor sintonizado en los canales que dan fúbol en directo, para llevar a don Mariano a un basurero lleno de eses líquidas, titubeos y silencios.
Muchos camiones, otros para Rato, Bono, Aleirta, Aznar y tantos como se os ocurran, necesarios para tanta basura que camina ergida como nos
asedia.
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