No hace mucho me contaba un amigo -geriatra, por cierto- que
uno de sus "abuelos", emigrante toda la vida en los Estados Unidos,
le comentaba, a propósito de la aparente paciencia de los españoles ante la
crisis y sus arbitrariedades, que somos un pueblo con mucho aguante, que tarda
mucho en levantarse, pero que, cuando lo hace, lo hace muy cabreado y, a veces,
salvajemente. Y tiene toda la razón el abuelo. Nuestros gobernantes deberían
releer de vez en cuando la Historia y tomar ejemplo del amargo destino de
personajes que, como Napoleón, hicieron cuentas de tropas y trampas, de fuerza
y alianzas, sin tomar en consideración el cabreo y el orgullo del pueblo que,
cuando se supera el umbral de lo tolerable, cuando se atenta contra su
dignidad, revienta en furia sin que pueda haber mamelucos o antidisturbios que
la sofoquen.
No puede ser que, mientras una gran parte de la ciudadanía
sufre calamidades sin fin, no puede ser que mientras la clase media está a
punto de desaparecer, que mientras toda una generación, la que nació ya en
democracia, la mejor preparada de la Historia o no, al fin y al cabo eso no
importa, se queda sin acceso al mercado de trabajo, mientras a otra, la que,
con su sacrificio, ayudó a hacer de éste, un país moderno, es expulsada del
mismo, no puede ser -insisto- que las instituciones actúen como si despreciasen
todo ese sufrimiento y contemplen con indiferencia como todo ese patrimonio
humano se desperdicia. Tanto el gobierno de la Nación, como los de las
comunidades autónomas, casi todos los partidos políticos, sin duda la iglesia
católica, las altas esferas de la Justicia y la mismísima corona, por no hablar
de los sindicatos, están en entredicho. Y lo están porque no han sido capaces
de estar en su sitio cuando ha hecho falta.
Para unos, la política ha sido como un jabón que hay que
vender en la tele, especialmente en la tele, a base de mercadotecnia,
publicidad y contrapublicidad. Un producto más a colocar, en este caso a los
votantes y cada cuatro años, para, una vez vendido, olvidarse a un tiempo del
producto vendido y del cliente. Para otros, la corona, con el ABC, el colorín
de algún que otro periódico, la teleHermida y el HOLA, bastaba. Para los de más
allá con no pagar el IBI en sus inmensas propiedades, con todos sus
privilegios, reforzados ahora, en la enseñanza, con su afán por hozar la cama
de los ciudadanos, también basta.
Y, mientras tanto, corruptelas y despilfarro aquí y allá,
hacer negocios ruinosos con lo que es de todos, para beneficiar a unos pocos,
los amiguetes. Estaciones de AVE sin viajeros, a mayor gloria de algún que otro
terrateniente, hospitales que se pagan dos veces, "externalizaciones"
a dedo de lo más suculento del plato, para dejar los huesos a la administración
que deberían defender, sueldos en negro que se pagan con las comisiones que se
cobran bajo cuerda por adjudicaciones infumables, viviendas de lujo, en
Marbella o el Pirineo, para los tipos más sospechosos que han calentado escaños
y sillones aquí y allá, un revoltijo, en fin, de basura difícil de tragar que
algún día estallará en vómito, con toda esa furia acumulada, salpicando a unos
y a otros, echando abajo la imagen de ese país que creímos ser, porque a
algunos les interesó que lo creyésemos.
Un polvorín, eso es lo que somos. Un polvorín sobre el que
se sientan estos tipejos que, si son tan listos como se creen, deberían saber
que antes o después estallará.
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