Qué difícil resulta morir cuando uno es caudillo. Aquí, en
España, algunos tenemos experiencia y guardamos memoria de lo difícil y penoso
que es morir así, encerrado en una burbuja que le aísla de ese pueblo al que
dicen servir y que ha puesto una gran parte de sus esperanzas en su figura y en
la delirante creencia en su inmortalidad.
Franco murió como un perro, cuando a su familia y su régimen
le convino o cuando fue ya imposible mantenerle con vida, mientras esa familia
y ese régimen ponían a salvo sus intereses. Al hombre que creyó tener, y en
gran parte lo tuvo, el poder absoluto en España, no le cupo siquiera la gracia
que a todo ser humano le corresponde de dejarse morir o, simplemente, morirse
cuando toque sin dolor y con el cariño de los suyos. Por el contrario le
mantuvieron inconsciente días y días, enterrado en un enjambre de cables y
tubos, después de haberse encarnizado con aquel cuerpecillo miserable que tan
poco tenía que ver con el del orondo y sangriento general que un día fue.
Ni siquiera le respetaron el deseo a la intimidad que debe
acompañar a todo ser humano en sus últimas horas, porque alguien -dicen que su
yerno, un rancio playboy que se decía y ejercía de cirujano- se ocupo de
fotografiar al dictador agonizante y vender las fotos años después.
Ahora es Hugo Chávez quien se enfrenta a la muerte aislado y
lejos de Venezuela sin que se sepa claramente ni qué tiene ni cuál es su
pronóstico, porque su enfermedad se ha convertido en asunto de estado y no son
médicos quienes hacen públicos los partes sobre su estado, que no existen, al
menos públicamente, sino que son sus ministros quienes divagan sobre lo que le
pasa.
Fidel Castro tuvo suerte y pudo salir de la grave crisis de
salud que le aquejó hace unos años y pudo traspasar el poder a su hermano Raúl,
que en cierto modo ya lo tenía. Algo parecido a lo pretendido por Chávez al
señalar a Maduro como su sucesor, antes de viajar a La Habana para volver a ser
tratado del cáncer que se había reproducido.
Es lo que tienen las dictaduras encaradas en una sola
figura, en ellas no se completa el relevo en vida de los dictadores resulta
difícil y, cuando llega la hora, la sucesión se precipita y se complica. Hugo
Chávez, que, pese a los procesos democráticos a los que se somete, tiene
ademanes de dictador y ejerce el poder de manera a veces tiránica, es admirado
por gran parte de su pueblo, la que no tenía nada y ahora tiene algo, aunque
apenas sea un subsidio o un dispensario. También lo es por muchos que se dicen
de izquierdas, algunos, amigos míos, que no sé si estarían dispuestos a vivir
en una Venezuela gobernada por Chávez.
Pese a todo, hay que reconocerlo, a Chávez le idolatra,
literalmente, gran parte de su pueblo que llora, vela y reza por su salud. Es
lo malo de los caudillos, la prosperidad que pueda vivir su país, el mismo
régimen y su figura se confunden en la inocencia de sus pueblos y, cuando
desaparecen, llega el caos o algo que se le parece.
Habrá quien no me perdone escribirlo, pero, sinceramente,
creo que Chávez y Franco tienen mucho que ver. Más de lo que parece.
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