Escuché el pasado viernes los datos de una encuesta
realizada a mil parados, quizá poco científica, pero, sin embargo, muy
sintomática, en la que uno de cada dos consultados admitía haber caído en la
depresión. Algo más que razonable cuando te ves empujado al pozo del paro del
que, por más que lo intentes, te va a resultar imposible salir.
La depresión, antes incluso de que se agudizase la crisis,
iba camino de convertirse en la enfermedad del siglo. Viniendo como venimos de
una sociedad opulenta y boyante, aunque sólo en apariencia, que nos iba creando
necesidades para ir tirando de nosotros y de nuestro consumo hacia una meta en
la que, como en los videojuegos, nos esperaban otras necesidades, así una y
otra vez en un juego maldito en el que todo estaba permitido, salvo pensar.
Ahora que la partida se ha interrumpido, porque hemos
consumido "las vidas" con que partimos y somos incapaces de alcanzar
la llave que nos lleva a la siguiente pantalla. nos vemos encerrados dentro de
esta escena maldita que es la crisis, yendo de un lado a otro, intentando
saltos imposibles, para acabar abatidos en un rincón sin nada o muy poco que
hacer para recuperar la dignidad perdida.
Y esa es, precisamente, la clave: la dignidad. La dignidad
o, más bien, la ausencia de ella, porque, en la borrachera del consumo nos han
apartado de lo único que no debe perder nunca el hombre, ese sentirse merecedor
del respeto de los demás, ese decoro en la forma de ser y comportarse que, si
se ha dejado de lado para medrar cuando había trabajo o para no perderlo cuando
escaseaba, echamos de menos cuando ya no lo hay y son pocas las esperanzas de
conseguirlo.
Dicen que las mujeres son más propensas a la depresión y no
me extraña que, en estas circunstancias, cuando hay unos hijos que sacar
adelante y no hay con qué, cuando se pierde hasta el techo, cuando hasta
encontrar trabajo de limpiadora, maltratada y mal pagada, acaba siendo un lujo,
se caiga en el pozo negro de la depresión.
El hombre no. El hombre, cuando no tiene nada que hacer,
cuando ya no tiene horarios que cumplir, se refugia en la cama, en la
televisión o mata las horas en los bares. La mujer no. La mujer estira y estira
sus fuerzas, se preocupa de que los hijos vayan al cole, de buscarles qué
llevarse a la boca y qué ponerse para no tener frío, Por eso, cuando el cuerpo
y, lo que es peor, la mente no dan para más, su caída es mucho más dura.
Cuando pienso en estas cosas doy gracias por haber sabido
crearme mi propia disciplina, por no tener que buscarme la vida y por tener a
mi alrededor gente que no está pasando estas calamidades. Y doy gracias, porque
nada hay más terrible que el vacío de los días que se siguen unos a otros sin
nada que los distinga.
Por eso, mi mayor reproche hacia esta sociedad que ha
consentido lo que ha consentido lo es porque, antes incluso de quitar a sus
víctimas el trabajo y los ahorros, les ha quitado todo lo que les hubiese
permitido salir del pozo: dignidad, autoestima, orgullo, rabia y, sobre todo,
ganas de rebelarse.
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