Qué poco les gusta a algunos dar malas noticias.
Especialmente, si son la consecuencia de algo claramente evitable. El ser
humano se acostumbra con facilidad al goteo de despidos, al de los recortes, al
de los abusos del Gobierno contra los más débiles, al de las injusticias
sangrantes... el ser humano, nosotros, se ha acostumbrado ya a la crisis. A lo
sumo, alguno se pregunta de vez en cuando cómo es posible que una sociedad como
la nuestra que viene recibiendo mazazos, uno tras otro, desde hace demasiado tiempo,
aguante lo que aguanta.
Y la verdad es que lo aguanta. En parte, porque funciona ese
sentimiento que es la necesidad de ser solidario, muy distinto de la católica
caridad, porque aquí no hay un cielo que comprar a plazos, en parte, porque la
familia sigue siendo el colchón al que van a caer los que lo van perdiendo todo
y en parte, porque la capacidad de resistencia y los sacrificios y abusos que
puede llagar a asumir para salir adelante cuando todo falla son enormes.
Y mientras ocurre todo esto, mientras hay familias que
esperan la llegada de los alimentos caducados a la puertas de los
supermercados, mientras hay gente "de traje y corbata" que da gracias
por poder barrer las calles o descargar camiones, mientras hay niños que se van
a la cama sin cenar, con apenas un vaso de leche y unas galletas, si es que los
tienen, nos cuentan que Amancio Ortega, el de Zara, el que monto su imperio a
partir de unas batas "plagiadas" a menor precio, ha batido, como casi
todos los grandes explotadores, de este país y de otros, sus increíbles récords
de ganancias.
Pero se lo perdonamos, porque no hace tanto nos enteramos de
que había hecho una donación de unos cuantos miles de euros a la ONG católica
Caritas que los recibió encantada, porque con esos miles de euros iba a poder
atender mejor a todos aquellos sin techo o sin nada que llevarse a la boca
porque Ortega y otros como Ortega esquivan los impuestos, porque prefieren la
caridad a la justicia.
Pues bien, mientras los beneficios del creador de Inditex
siguen figurando como ejemplo y objeto de admiración en las páginas de los
diarios, la desesperación de un ciudadano malagueño que ayer no pudo más y se
prendió fuego a las puertas del Hospital Carlos Haya de Málaga, porque ya no
podía más y no encontraba la salida al túnel oscuro en que se había convertido
su vida, apenas merece unas líneas en la prensa que se ocupa de su drama y ni
un sólo titular en los informativos de la radio.
Para qué, se preguntarán los directores de periódicos y
programas, vamos a amargar la vida de quienes corren enloquecidos por las
calles de nuestras ciudades cargados de regalos -yo mismo- con la historia de
un hombre que tomó tan terrible decisión porque -es la explicación que buscan
algunos como consuelo- sin duda habría algo más que las dificultades económicas
para rociarse con gasolina, acercar un mechero y acabar con el 80% del cuerpo
quemado y un pronóstico vital incierto.
Qué floja es la memoria. Esa misma gente que toma las
decisiones y que firma o no evita despidos desde sus cómodos despachos y sus
suculentos sueldos son los que hace dos años ensalzaban el gesto de ese joven
informático tunecino que también se quemó a lo bonzo, porque ni siquiera le
dejaban vender fruta por las calles, y que desató la caída del régimen
tunecino, el libio, el egipcio y, antes o después, el de Siria, en lo que hoy
llamamos la primavera árabe.
Pero no, no es agradable dar esas noticias, porque
difícilmente pueden sentirse responsables de la muerte de aquel joven que con
su cuerpo encendió una revolución, pero es muy difícil escapar desde su
acriticismo, su dejarse llevar o su complicidad de años a lo que le ocurra a
este malagueño que se debate en la vida y la muerte en el hospital junto al que
hizo una antorcha de su cuerpo.
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