Anoche, en una cena de despedida, me reencontré con viejos
amigos. A algunos los veo o hablo con ellos con una cierta regularidad, a
otros, por razones de distancia, llevaba ya unos cuantos años sin verlos y me
apetecía el reencuentro. Si os cuento esto, es porque, entre todos, con edades
que iban desde la cuarentena a los sesenta, configurábamos el mapa de la
sociedad española actual. Éramos un separado, una divorciada con dos hijos, un
matrimonio con más de treinta años de antigüedad y sin hijos, dos casados, ambos
con hijos, que, por razones que no vienen al caso acudieron solos a la cena, un
matrimonio de homosexuales y un soltero, también homosexual. Nos sentamos a la
mesa dos mujeres y seis hombres, de modelos familiares tan distintos como ya os
he descrito que, entre todos, habíamos aportado siete hijos, "machos y
hembras", para la supervivencia de la especie. Queiro dejar sentado, antes de nada, que con cualquiera de ellos me iría tranquilo al fin del mundo.
Justo antes de salir de casa para la cena había leído con el
cabreo que podéis imaginar lo dicho por el ministro del Interior, Jorge
Fernández Díaz, de nuevo en contra, no ya del matrimonio entre personas, y esto
es lo grave, sino en contra de una ley aprobada por el parlamento, refrendada
por el Tribunal Constitucional y que, por si fuera poco, como se ha comprobado
en numerosas encuestas, cuenta con el respaldo de la gran mayoría de los
ciudadanos.
Fue precisamente a raíz de que el Constitucional se pronunciase
a favor de la ley, tumbando así el recurso que había presentado el PP en contra
de la misma, cuando este señor, que lleva en política toda la vida t que fue gobernador
civil con apenas treinta años, dijo aquello tan chirriante, no para el
ciudadano Jorge Fernández Díaz, sino para el ministro que es del gobierno
democrático de un país que, como tantos otros, se sostiene sobre la separación
de poderes y el respeto a las legalidad vigente, de que las leyes y lo que diga
el Tribunal Constitucional son una cosa, y las creencias, otra.
Nadie tiene la culpa de que el hoy ministro viese la luz
tras un viaje a Las Vegas. Cuenta con todos mis respetos para esas creencias
-bastante extremas, por cierto- que no comparto. Pero también él, y más como
ministro que es del gobierno de "todos" los españoles, debe respetar las
leyes que nos hemos dado.
Como en aquella ocasión se le dio mucho y duro por apelar a
sus propias creencias para justificar su repulsa a la ley, en su nuevo
pronunciamiento ha querido teñir su pensamiento de racionalidad y, la verdad,
creo que lo ha dejado peor, porque apelar a la supervivencia de la especie para
justificar la exclusividad del matrimonio "como dios manda" es, no
sólo ofensivo, sino, además, ridículo, porque qué hacen curas, monjas y frailes
negando su potencial descendencia al mundo. Que hace el papa, el más absoluto
de los monarcas europeos, abdicando de su trono sin dejar heredero.
Mucho me temo que el concepto que unidad familiar que tiene
este señor tan espiritual que cada cierto tiempo ordena rodear, supuestamente
para protegerlos, el Congreso de los Diputados y la sede de su partido, tiene
más que ver con la ganadería que con ese bien que deberían perseguir los
gobernantes y que no es otro que el bienestar y la felicidad de los ciudadanos.
Me parece que, en esto del matrimonio, se comporta como los criadores de
perros, a los que lo que menos les importa es la felicidad de su perro o su
perra y, lo que más, el beneficio económico o social que va a sacar de ellos.
Si este señor cree realmente lo que dice, no debiera tardar
ni un minuto en presentar la dimisión. Si no lo hace, es porque en lo que no
cree es en la defensa de las leyes del Estado al que dice servir.
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