Desde que fue nombrado hace apenas diez días, hay un empeño
absoluto en "vendernos" al nuevo papa como un hombre de cambio,
como un cura sencillo ajeno a los privilegios que -dicen- volverá a la iglesia
de los pobres. Muy bonito, todo muy bonito... si fuese verdad.
Para comenzar, más allá de algunos gestos que, a la postre,
son sólo gestos, como la plata en vez del oro en el anillo, no ha dicho nada
que suponga un cambio real y creíble de la actitud de la cúpula de la
iglesia católica frente al mundo. No ha habido de momento, por ejemplo,
nombramientos que supongan o indiquen una nueva senda, una brecha en la
monolítica curia romana. Sé que aún es pronto, que es lógico que así sea de
momento y que habrá que esperar aún unas semanas para saber por dónde va
el papa Francisco.
Pero, si bien es cierto que es pronto para esos primeros
pasos, por qué ese empeño en pintarnos un santo de los pobres, por qué ese coro
de alabanzas, ese saco de testimonios a favor que tratan de anular su, cuando
menos silenciosa, convivencia con la dictadura, testimonios que, por cierto,
han tardado mucho en aparecer, frente a las acusaciones de connivencia con los
militares que ya estaban ahí.
A mí, está claro, no me gusta ningún papa. No me gusta esa
gente que vive en palacios y se desplaza en helicóptero, porque
desde el balcón se ve muy pequeña a la gente que pasa horas y más horas al sol
o bajo la lluvia a la espera de una palabra o un gesto, para asistir a ese rito
tan absurdo de gritar histéricamente cuando el guión se hace poliglota. Lo
importante no es que repita una fórmula en español, rumano o swahili. Lo
importante es que diga algo que realmente sirva a los españoles, a los rumanos
o a quienes viven en el continente africano, evangelizado y explotado a un
tiempo.
Y de eso no ha habido nada. Porque, sí, habla de la pobreza
y, también, de la caridad y el amor como camino para solucionarla, pero
nada ha dicho aún de la justicia o de su inmediata consecuencia, la
igualdad, que también están en los tan polivalentes evangelios. Y, hablando de
igualdad, no me gusta nada su actitud ante las mujeres, con las que sigue la
doctrina tradicional de considerarlas las perfectas auxiliares del hombre
dentro y fuera de la iglesia. Como muestra, un botón: el escaso, por no decir
nulo, caso que hizo a la princesa Leticia en el besamanos que siguió a la misa
con que inauguró su mandato.
Creo que a este papa, como a todos, papas o no, hay que
medirle más por lo que calla en asuntos cruciales que por lo que dice y lo que
hace delante de las cámaras para que se interprete. No hay más que ver el beso
con el que distinguió a la presidenta argentina, enfrentada a él durante años,
un gesto teatral que la tan demagoga Cristina supo anular con aquel "es la
primera vez que me besa un papa".
Todos tenemos un Bárcenas impronunciable que, para no
meternos en problemas, callamos una y otra vez. El de Francisco se
resume en esas omitidas justicia e igualdad.
Por lo demás, hay imágenes que valen por mil palabras y la
de ayer en Castel Gandolfo es de esas, porque llena de desasosiego ver a un
papa, Francisco, enfrentado ante el espejo del paso del tiempo y el frío
que da la enfermedad de su antecesor, Benedicto. Al fin y al cabo no es tanta
la diferencia.
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