Por si fueran pocos los motivos de preocupación que agobian
a este país o que, al menos, a mí me agobian, cada vez resulta más
evidente que existen intereses, no siempre confesables, dispuestos a llevarse
por delante los escasos parapetos que la democracia ofrece a los
ciudadanos para defenderse de quienes los quieren silenciosos, sumisos y
serviles. Uno de esos parapetos ha sido la libertad de prensa, pero no
entendida únicamente como el derecho de los medios a informar, que,
naturalmente, es vital, sino como el derecho de los informadores a que se
respete su trabajo y, cuando ese trabajo va firmado y aparece en las páginas de
opinión, quede a salvo, una vez publicado, de las tijeras de la censura, que
nunca es peor que cuando anida en la propia redacción.
Esta reflexión que no es ajena a lo que habitualmente vengo
expresando en este blog, viene a cuento de los episodios de censura que
últimamente vienen produciéndose en el diario EL PAÍS y que, al menos para
mi conocimiento, arrancaron con aquella columna de Santos Juliá mutilada en
su alusión a Enric González y aquella amarga carta en la que denunciaba el
ERE que estaba a punto de caer sobre la plantilla del periódico, un caso que
dio lugar a una carta de protesta de una veintena de intelectuales
ligados al periódico, entre los que figuraban, por ejemplo, Mario Vargas
Llosa o Antonio Muñoz Molina.
De aquello hace ya unos meses, pero lo más preocupante
es que, al parecer, no han aprendido la lección, porque el que maneja las
tijeras en EL PAÍS no parece haber entendido que, en tiempos de
Internet y redes sociales, por mucho que se reclame el auxilio del Señor Lobo
de "Pulp Fiction", siempre quedan rastros y lo censurado se
vuelve como un boomerang contra el censor multiplicado, amplificado y glosado
por los lectores ofendidos, porque qué es sino ofensa negar al lector criterio
y discernimiento para entender algunas cosas.
Como digo, no parecen haber aprendido la lección y en los
últimos días, intoxicado por no sé qué intereses o no sé qué principio de
autoridad, el censor ha vuelto a intervenir, primero contra un artículo de
Miguel Ángel Aguilar, en el que formulaba una serie de incómodas preguntas
sobre hipotéticos e ilícitos ingresos del
presidente Rajoy como registrador de la propiedad, y, en las últimas
horas, contra otro del economista Juan López Torres, Titilado "Alemania contra Europa" , en el que el autor
escribe documentadamente lo que desde hace ya tiempo venimos pensando
muchos.
Queda claro que, a la vista de que todavía es posible
encontrar en la red todo lo que fue censurado, que el esfuerzo del censor
no hará sino conducirle a un estado de melancolía, al tiempo que ahonda en
el desprestigio por el que parece deslizarse el periódico que,
durante años y antes de caer presa de la soberbia, fue uno de los garantes
de la libertad de expresión en España.
Supongo que son muchos los intereses creados que atender y
muchas las mordazas que las deudas acaban imponiendo a un periódico que se
emborrachó de éxito. Pero, al tiempo, convendría que sus responsables
recordasen que los que hacen grande los periódicos, los que los alzan y
los dejan caer son los lectores, esto último, cuando se sienten engañados.
Y mientras en Miguel Yuste se considera inapropiada la crítica
descarnada a Alemania y su actitud de soberbia y superioridad frente a la
Europa del Sur, desde las páginas de Die Welt que atienden más a las
protestas contra las corridas de toros que a las masivas protestas de
la plataforma anti desahucios, se considera a los españoles poco menos que
inmaduros. No es de extrañar que María Dolores de Cospedal se atreva a criticar
a los jóvenes que protestan y a ensalzar a los carromeritos de su partido.
Tiene todos los triunfos en la mano. Censura y desmesura remando en la misma dirección.
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