Ya han llegado, ya están en Madrid en régimen
de pensión completa los examinadores enviados por el Comité Olímpico
Internacional, que van a evaluar los méritos de la candidatura presentada por
la ciudad para celebrar los juegos de 2020. Son los adelantados del COI, esa
entidad que sospechamos y cada vez más sabemos plagada de Urdangarines y
Corinas, encargada de dar y quitar ilusiones a los humildes e inocentes y
de facilitar negocios a quienes saben cómo y con qué sacar el jugo
a un sueño colectivo, un sueño que, por otra parte, las más
de las veces ha sido interesadamente inducido.
Después de aquellas manos de colorines que, al final, sólo
sirvieron para que el faraón Gallardón inaugurará su pirámide de Cibeles, o de
esa Puerta de Alcalá que quedó marcada para siempre por aquella cursilada
del caballo papal de aquellas Jornadas de la Juventud Católica en la que
Madrid, ya en plena crisis, se gastó con un propósito sectario y
partidista el dinero que debería haber empleado en socorrer
a los madrileños más necesitados, se les ha ocurrido usar como logo
de la candidatura un par de manos dirigidas al cielo, no sé sin oración, que,
bien mirado es polivalente, porque si así, tal cual, simboliza el sueño
olímpico, dado la vuelta puede simbolizar el negocio de quienes pretenden y
harán negocio a manos llenas a costa de ese sueño, dejando la ruina y las
deudas para los madrileños.
Afortunadamente, tengo muy claro que la cosa no va a ir más
allá de septiembre, cuando, en ese ya bendito y pontifical Buenos Aires,
se decida qué ciudad acabará llevándose el aparente premio de organizar los
últimos juegos de la primera década del siglo XXI.
Frente a ese juego optimista en el que también se
revuelcan los medios de comunicación, incluso los aparentemente más serios,
creo que los datos no invitan al optimismo. Madrid es una ciudad... y una
comunidad que niega a sus niños, sus ancianos, sus enfermos, sus dependientes y
sus deportistas de base el pan y la sal de la educación, la sanidad, las
residencias en que les cuiden y las instalaciones en que practicar el deporte
de base del que surgen los que acaban triunfando en los estadios, las piscinas
y las pistas. Madrid es una ciudad que atraviesa una grave crisis dentro de un
país en crisis, con un cuarto de su población activa en paro, cifra que se
eleva hasta uno de cada dos, cuando hablamos de jóvenes, con unas instalaciones
previstas para los juegos puestas casi todas en entredicho por su chapucera
construcción y por su temeraria manera de entender la seguridad de los asistentes.
Madrid, y España, tienen también en entredicho al partido que gobierna,
especialmente por facilidad con que se les pega a las manos -las del logotipo-
el dinero público, y más si ese dinero está destinado a organizar
cualquier acontecimiento.
Si nuestros gobernantes fuesen decentes, hace tiempo que
habrían desistido, pero los juegos, el juego de los juegos, es el único señuelo
que les queda para hipnotizar y confundir a los ciudadanos. De momento les sirve para acusar de antipatriota y antimadrileñismo a cualquiera que estos días pretenda expresar, mediante manifestaciones o huelgas, su disconformidad con tanta injusticia y tanto recorte. Para entendernos,
Madrid 2020 y sucesivos es a Ana Botella y compañía, lo que la independencia es
a Artur Mas. Y, atención, que me refiero a Artur Mas y no a los catalanes.
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