Erase que se era un país que una vez fue rico o, al menos,
se sintió rico porque le hicieron creer que era rico, Un país que cruzaban
líneas de ferrocarril de alta velocidad con estaciones en las que apenas subían
y bajaban viajeros. Un país con aeropuertos sin aviones, con bancos que
regalaban televisores de plasma o vajillas por domiciliar nóminas y pensiones.
Un país de grandes temporadas de ópera en las que o había demasiadas butacas
vacías en la platea, las ocupaban horteras aburridos y bostezantes o las dos
cosas a un tiempo. Un país lleno de audis, la mayor parte coches oficiales. Un
país en cuya liga juegan los futbolistas más caros del mundo, con contratos
mareantes que hoy resultan ofensivos para la mayoría de sus ciudadanos, en el
que, pese a todo, se pagan centenares de euros por ocupar una localidad, cuando
no miles por codearse con el poder en los palcos. Un país, en suma, al que le hicieron
creerse Jauja, porque a unos cuantos, incluidos sus gobernantes, les fue muy
bien mientras la fantasía fue verosímil, hasta se bajaron del barco sin
advertirnos de que se había abierto una vía de agua.
Y, no tan de repente como cabía esperar, porque hubo quien
interesadamente tardó demasiado en cerrar el chiringuito por ver si recolocaba
sus pérdidas, la fiesta se acabó. La fiesta que algunos, especialmente algunos,
habían vivido se acabó y nos quedó la resaca que, esa sí, fue, está siendo,
para todos. Menos mal que también hubo unas elecciones en las que los políticos
que se presentaban como "los buenos" arrojaron a los que, al final,
habían quedado como malos a las tinieblas exteriores.
Llegó entonces una moratoria en la que, para capear el
temporal, al gobierno entrante le bastaba con culpar al saliente de todos los
males, hasta que esa viaja y castiza filosofía de vivir de los padres hasta que
te mantengan los hijos que, que yo sepa, sólo le ha dado resultado a Carlos de
Inglaterra, dejó de surtir efecto y se hizo necesario coger el toro por los
cuernos.
Se hizo necesario, lo que no quiere decir que se hiciese,
porque no ha sido este gobierno muy dado a coger nada por donde quema, ni
siquiera el famoso clavo ardiendo. Y es que no cabía esperar otra cosa de un gobierno
presidido por Don Tancredo Rajoy, un ser convencido de que, quedándose quieto y
de perfil, los problemas, como el toro en la conocida suerte, pasarán de largo
sin reparar en él. Pero, como toda una corrida con Don Tancredo puede resultar
aburrida en exceso, el gobierno se encargó de transformarse el mismo en la
cuadrilla del Bombero Torero para amenizarnos con sus charlotadas lo que dura
la legislatura. Y a fe que lo están consiguiendo, porque no recuerdo ministros
más dignos de caricatura, más cercanos a la máscara, que De Guindos y Montoro,
a veces en dúo, a veces cantando cada uno su aria. O qué decir de la
inefabilidad de Fátima Báñez y su acólita Marina del Corral, tratando de negar
la triste verdad del paro o inventándose el impulso aventurero para rebautizar
la fuga de los valiosos jóvenes profesionales que tan caro nos ha salido
formar. Está también Ana Mato, la ministra de sanidad que asiste impasible al
castigo cruel de las banderillas de fuego de los recortes en sanidad o el otro
banderillero, José Manuel Soria, que hace otro tanto con la subida de
gasolinas, electricidad y cualquier otra forma de energía.
Aún así, la mayoría de los miembros del gabinete han optado
por quedarse tras la barrera del silencio, salvo el ministro de Exteriores al
que le pone sobremanera el toreo de salón y, desde que se ha descubierto y se
gusta, siempre que puede, sale a los medios y se recrea en su verbo solemne.
Tampoco falta el alguacilillo, encarnado por ese verso
suelto de nuestra democracia -encajaría mejor en cualquier dictadura- que es
Gallardón, ministro de Justicia, que ha elegido cortarnos las orejas y el rabo
de nuestros derechos y libertades para entregárselos como trofeo a Don
Tancredo.
Lo que no sabíamos es que el peor de los ministros que han pasado
por un gobierno de España, al menso en democracia, el ministro de Educación y
Cultura, José Ignacio Wert, no era en sí mismo el Bombero Torero de la
cuadrilla, sino el toro, el toro bravo que se crece en el castigo y que cuanto
más le escarban el solomillo con la puya más se crece, porque lo suyo es eso,
crecerse en el castigo.
La verdad es que podían habérmelo dicho antes porque, como
casi todos sabéis, no me gustan los toros y podía haberme ahorrado el
desagradable espectáculo de esta corrida sin merienda y sin pan.
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