Me ha costado decidirme a escribir sobre esa estupidez
humana que ayer se desató en todo su esplendor en Newtown, una tranquila ciudad
norteamericana del estado de Connecticut -Columbine también lo era- que ayer
tuvo que enfrentarse a la dosis de dolor y de absurdo más grande que pueda
darse: la muerte, perfectamente evitable, de veinte niños y siete adultos, a
manos de un pobre diablo que, a saber qué cuentas y contra quién tenía por
saldar en su cabeza.
Cada vez que ocurre algo así -me resisto a llamarlo matanza
o masacre, porque matanzas y masacres son lo que hacen los ejércitos con la
población indefensa, sea en Siria, Palestina o cualquier otro lugar de este mundo-
y sobre todo si es en los Estados Unidos, más aún si es en cualquier durmiente
estado de la Unión, se desata el debate sobre el control de las armas en el
país más poderoso de la tierra y yo no hago más que recordar a Charlton Heston,
ridículo hasta la ternura siendo arteramente toreado por el hábil y un punto
demagogo Michael Moore en su brillante documental Bowling for Columbine,
defendiendo la excelencia de esa segunda enmienda de la Constitución que
consiste en el derecho de cualquier individuo a la tenencia, uso y transporte
de armas, con fines defensivos, deportivos y cinegéticos (como medio de
supervivencia o deporte), sin perjuicio de otras actividades legales que
pudieran realizarse con las mismas. Un derecho enquistado en una sociedad a
veces más enferma de lo que parece que continuamente se ceba desde el cine con
personajes como el fascistoide justiciero Harry el Sucio y su escalofriante
"alégrame el día" y otros menos poéticos incluso.
Pensar que las armas sin control no van a acabar en
tragedias como las de Newtown o Columbine es tentar al diablo. Todo lo que
puede pasar acaba pasando y, por más que la medida pueda parecer destinada a la
disuasión, siempre habrá alguien, desequilibrado o no que, perfectamente sereno
o absolutamente frenético, detrás del gatillo de una pistola, un rifle o algo
peor. El que tiene una pistola sabe de sobra, o debiera saberlo, que en algún
momento acabará utilizándola. Si no, para qué.
Lo deja claro Sam Peckinpah, ese apóstol de la no violencia
o de toso lo contrario, nunca lo he tenido claro, en su película "Perros
de paja", en la que un afable Dustin Hoffman acaba envuelto en una orgia
de violencia cuando "se ve obligado" a responder a los gamberros que acosan
su hogar.
En las próximas horas conoceremos detalles de la vida del
asesino de la escuela Newtown, como los conocimos de las de la pareja de
Columbine. Encontraremos en esos detalles elementos que nos ayuden a
explicarnos por qué pasó lo que pasó, detalles que condenen al asesino o a su
familia y exoneren de cualquier culpa a la sociedad que puso el odio, las armas
y el chaleco antibalas a su alcance.
En las próximas horas, en los próximos días, se hablará
también de cambiar esa segunda enmienda a la Constitución. Pero el debate no
llegará mucho más lejos. En cuanto haya elecciones a la vista, los candidatos,
como ya hizo Obama, pensarán en la potente Asociación del Rifle y en los
millones de ciudadanos que tiene en los Estados Unidos, derecho al voto y un
arsenal en casa. Y, dentro de unos meses o de apenas unas semanas, alguien
volverá a entrar en una escuela, una guardería para ajustar sus cuentas con la
vida.
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