Ya están aquí los treinta y tantos mil millones de euros
para reflotar la banca, de los que Bankia se va a llevar la parte del león. Ya
están aquí los fondos y ya están aquí los ajustes en Bankia y esos ajustes no
le van a gustar al silencioso colectivo de sus trabajadores, entre otras cosas
porque cinco mil de ellos se van a ir a la calle con sólo un poquito más de lo
que les reconoce la Reforma Laboral. Pero no termina ahí la cosa, porque,
además, los que conserven su puesto de trabajo verán reducido su salario en un
cuarenta por ciento. Vamos que la marea de la crisis también alcanza a los que
están a ese lado del mostrador y no sólo a los que estamos en éste.
La cosa es muy grave y no precisamente para los trabajadores
de banca en su conjunto, quizá sí para estos mismos trabajadores tomados uno a
uno, porque no todos son responsables del desastre que han vivido las casas. Yo
viví en mis primeros años de profesión la que, nos dijeron, iba a ser la última
reconversión bancaria. Fue hace treinta años y en ella tuvo mucho protagonismo
el líder de la UGT de Banca, el canario Justo Fernández, que consiguió
movilizar a un sector tradicionalmente dócil.
Pero aquellos tiempos pasaron y desde entonces es difícil
recordar algún conflicto laboral en la banca, al menos en las cajas, que haya
trascendido a la opinión pública.
Los convenios aprobados en el sector habían sido hasta ahora
la envidia del resto de trabajadores, con alguna excepción como la de los
controladores aéreos y los pilotos de líneas aéreas. Calendarios más que
especiales, prejubilaciones muy ventajosas y a edades muy tempranas, salarios
altos, facilidad en la obtención de créditos y, por si fuera poco, acceso a
información privilegiada.
La patronal bancaria lo hizo bien, porque reconvirtió el que
había sido un colectivo combativo en un conjunto de empleados dóciles que, sin
apenas dificultad, fue sustituyendo por cajeros automáticos. De ahí a
convertirlos en comerciales había sólo un paso y lo dieron convirtiéndoles en
embaucadores de clientes, especialmente en los años locos de la burbuja
inmobiliaria y los juegos de manos en los que lo que te vendían como depósito
acababa convertido en la odiosa estafa de las participaciones preferentes.
Me duele decirlo, pero, de todos los colectivos cercados por
el fuego de la crisis, es de los empleados de banca, especialmente los de lo
que fue Cajamadrid y hoy es Bankia, es el que menos pena me da. Quizá su
destino hubiese sido otro si se hubiesen negado a prestar su colaboración
necesaria en lo que, si no ha sido delito, aún está por ver, ha sido a todas
luces inmoral.
Ahora les llega el frío y el rechinar de dientes y no van a
contar con el apoyo que están teniendo los médicos, los enseñantes y hasta los
jueces. La gente no les quiere. Les ha querido y se ha fiado de ellos, pero ya
no les quiere, al menos yo no les quiero, porque mi padre y yo mismo somos
víctimas de sus estafas.
Me temo que no será así, pero me gustaría que entre los
cinco mil despedidos estén todos esos que por una comisión, una palmadita del
jefe o, simplemente, para alcanzar los objetivos impuestos por la empresa, no
dudaron en llevar a cabo prácticas inmorales, abusando de la confianza
depositada en ellos por sus clientes y la buena voluntad de la gente.
Me encantaría, como dice Rajoy que le hubiese encantado
revalorizar las pensiones, que las cosas no fuesen así, pero así son. Por eso,
me encantaría también que, como hace el monje que, porque se va del convento,
se caga dentro, alguno de esos trabajadores haga aflorar información sobre lo
que han sido las malas prácticas de sus empresas y que, a ser posible, esa
información sirva para convertirlos en compañeros de partida de parchís de Díaz
Ferrán en la prisión de Soto del Real. Sería precioso y emocionante.
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