Esta semana Mariano Rajoy cumple su primer año al frente del
gobierno de España. Sólo ha pasado un año desde aquel debate de investidura en
el que puso voz en sede parlamentaria a algunas de sus promesas electorales, un
año desde que dijo que sería valiente, un año desde que nos aseguró que no se
escondería, Un año desde que innecesariamente -o sí, quien sabe- anunció que
desde ese momento se ponía a trabajar. Un año desde entonces y, sin embargo,
parece que fue hace un siglo, porque la España que nos está dejando a quienes
pasamos ya de la cincuentena se parece más a la de nuestros padres que a la que
habíamos soñado para nuestros hijos.
Supongo que, en estos tiempos en que todo se reduce a las, a
veces absurdas, estadísticas, alguien llevará la cuenta de las promesas hechas
e incumplidas por Rajoy. Supongo que alguien se habrá ocupado en contar los
minutos en que se ha puesto ante la prensa con opción de preguntas, supongo que
alguien habrá medido los minutos de sus calladas por respuesta, de sus
silencios y sus dudas. Supongo que, midiéndolos con objetividad y comparándolos
con los minutos que ha empleado en decir algo con substancia o en responder a
preguntas más o menos incómodas, el resultado sería escandaloso.
Eso cuando lo que dice no es uno de esos enigmas, esas
adivinanzas enrevesadas a veces hasta el ridículo con las que ha vendió
contestando desde hace meses a cuestiones relativas a la deuda o el rescate. Y
qué decir de su extraño y alocado juego de alianzas en el que unas veces
aparece como incondicional de Angela Merkel y Sarkozy, otras de su sucesor
Hollande y, otras, ni el mismo lo supo.
Y, si esos es lo que se puede decir del presidente, qué no
diríamos de sus ministros, esperpénticos y torpes como muñecos del pim pam pum.
Balbuceantes, enrabietados a veces, esforzándose en retorcer la verdad con
hechos o palabras, hasta el punto de que, si la prima única bajase cada vez que
emplean un nuevo eufemismo para no decirnos lo que nos tienen que decir, hoy
nuestra deuda pública tendría más pretendientes que la alemana. Lo han hecho y
lo seguirán haciendo hasta el delirio.
Un año en el que el par se ha disparado y lo ha hecho
especialmente en el sector público, porque estos señores son de cuenta fácil y
no les vayas a hablar del valor social del trabajo o del lento suicidio que
está siendo dejar a los españoles in dinero o con tanto miedo en el cuerpo como
para no atreverse a gastar el poco o mucho que tienen. Mal van a salir las
cuentas tras estas navidades. Tan mal que más de un comercio muy probablemente
no volverá a levantar sus cierres.
Paro, miedo, malnutrición, si no hambre, huelgas,
manifestaciones, desconfianza, injusticia social, listas de espera en todo,
precios al alza, salarios a la baja, guerras inútiles como las del ministro
Wert quien, por cierto, parece dispuesto con su ivazo a asediar por hambre a
todo el "rojerío" del cine, la música y el teatro que tan mal se lo
hicieron pasar a su gurú Aznar. Una penosa lista que, en el mejor de los casos,
nos devuelve a una España predemocrática, porque de poco sirven los derechos y
las libertades cuando se pretende, y de momento con éxito, hacernos pagar por
ellos.
Lo único positivo de toso esto es que la sociedad española
parece haber despertado de ese cómodo sueño en que la habían sumido el narcotizarte
bipartidismo. Hoy es difícil salir a la calle sin cruzarse con una marcha o dos
concentraciones. La gente les está perdiendo el miedo al miedo, y eso es muy
importante, porque también Franco y los franquistas se creían inmortales.
No sé si Rajoy cumplirá otro año en la Moncloa. No me
gustaría, pero la solución está en nuestras manos. Hay que tomar de nuevo la
calle, no sólo con manifestaciones y megáfonos, también con el boca a boca,
hablando con confianza, diciendo lo que pensamos a la gente en que confíanos y
que confía en nosotros.
Va a ser duro, pero sólo así el camino será más corto. Sólo así conseguiremos que, como ya está sucediendo, muchos de quieens votaron al PP reconviertan su significado por el de Pido Perdón.
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