Muchos ciudadanos asumen ya, con un sentimiento que yo
definiría como resignación depresiva, que este gobierno se ha propuesto y está
consiguiendo devolvernos a las España de hace cuarenta años: la de las
interminables colas del paro, la de los autobuses viejos y sucios, la del metro
abarrotado, la de los coches de segunda mano, aquellos que se caían a pedazos
pero andaban, entre humos, pero andaban, la de los pisos abarrotados, con abuelos hijos, padres y tíos todos revueltos, la del cacho de pan y poco más para
comer, la de los aprendices, la mili y las adolescentes preñadas y malcasadas,
la de la televisión una, grande y libre, la de las basuras por las calles, la
de las calles oscuras, la de las drogas, y la calle, la del Vaquilla, los
atracos, los coches robados y los tirones. En resumen, la España que creíamos
perdida en la noche de los tiempos y, sin embargo, está ahí, esperándonos, a la
vuelta de un recorte más, de un presupuesto más o de una nueva intransigencia
de la todopoderosa Merkel.
Se han propuesto devolvernos a esa España y lo están consiguiendo.
Lo están consiguiendo desde despachos en los que cabrían dos pisos de esos que le
quitan a la gente por no poder pagar la hipoteca, desde coches oficiales, todos
alemanes y todos con cuatro aros en la calandra, desde teléfonos listos, de
esos con internet, 3G y vistas al mar, desde lujosos restaurantes o butacas del
AVE en clase preferente o desde remotos hoteles de cinco estrellas, después de
algún que otro viaje comercial rematado con una interesante visita turística.
Están recortando el Estado y, de los retales que quedan en
sus manos tras el paso de las tijeras, están haciendo montones. En unos, para
llevar directamente a la basura, están los derechos conseguidos a lo largo de
años de lucha y del pago de cotizaciones e impuestos. Esos derechos que, dicen,
son ya insostenibles. En otros montones, que, como en los mercados callejeros,
se saldan al mejor postor, están los transportes públicos, algunos servicios sanitarios
imprescindibles, la educación de nuestros hijos y el bienestar de nuestros
ancianos. Todo en montones bien clasificados, limpios de lo que en su opinión
no es rentable -y para ellos ni la salud ni el trabajo como bien social- para
que algunos amigos, dispuestos a hacer donaciones, anónimas pero no ciegas,
tengan su pequeña oportunidad de negocio, a costa del deterioro de lo que era y
es nuestro.
Parece que, al final, su intención es recortar el Estado
hasta dejarlo en sus despachos y sus sueldos. Un ejemplo. en Madrid se ha
retirado la subvención -imprescindible para su funcionamiento- a las ONG que
mantienen abiertos los centros para la atención de drogodependientes, también
toda o casi toda la infraestructura que permitía a los yonquis acceder a su
dosis de metadona o "picarse" con una cierta higiene y garantía.
Hablan de cambio de hábitos de consumo, de rentabilidad, de lo de siempre, y
están dispuestos a convertir nuestros barrios, llenos de jóvenes sin trabajo ni
esperanza de conseguirlo en infiernos de "muertos vivientes". Se
creen a salvo de esa plaga y se equivocan, porque el ir y venir de esos muertos
en vida, acabará llegando también a sus barrios y sus familias.
Entonces, ya será tarde.
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