Por una vez, se ha incumplido esa especie de código ético y
tácito, según el cual en los medios no se informa de esos suicidios,
demasiados, que quedan en el anonimato, apelando, con o sin razón, a la
conveniencia de evitar ese efecto "espejo" o llamada que,
especialmente en lo que atañe a los adolescentes en épocas de exámenes o
estacionalmente, podría conducir a verdaderas epidemias.
No sé si la medida es apropiada, supongo que en determinados
casos sí lo es. Lo que sí sé es que, amparándose en ella, se nos viene privando
de una terrible y preocupante realidad que, día tras día, va tomando cuerpo en
nuestra sociedad de un tiempo a esta parte. La tan espantosa realidad no es otra
que la de que a demasiados ciudadanos se les está dejando sin salida alguna
para sus vidas y, por ello, optan por borrarse de ella cuando la asfixia es ya
insoportable.
Hoy, horas después de comprobar en el caso de un familiar
hasta que punto esta sociedad, mejor dicho este Estado que mantenemos y pagamos
con nuestros impuestos, se vuelve sordo, ciego y perezoso a la hora de buscar
soluciones para algunas situaciones que están en el límite de lo aceptable, he
escuchado en un boletín informativo, creo recordar que pasaban dos minutos del
mediodía, una de esas historias cada vez más inquietantes, fundamentalmente
porque cada vez son más posibles.
Era la historia de José Miguel, que esta mañana iba a ser
desahuciado de la que había sido la casa y la sede del negocio familiar durante
toda su vida. A la hora prevista, una unidad de intervención de los
antidisturbios llegó a la calle del Arzobispo Guerrero del granadino barrio de
la Chana. Sin embargo, n fueron los primeros en llegar, porque allí estaban ya,
no los servicios sociales del ayuntamiento para facilitarle una vivienda en la
que alojarse, ni uno de esos equipos de psicólogos para ayudarle a pasar el mal
trago por el que estaba atravesando, decaído como estaba, según los vecinos,
desde el fallecimiento de su madre.
No. No se les habían adelantado los psicólogos, ni los
funcionarios municipales. Quienes habían madrugado más que los antidisturbios,
adelantándose a su llegada, fueron los funcionaros del juzgado de guardia, para
practicar el levantamiento del cadáver de Domingo que, desesperado o quién sabe
si reconfortado por haber encontrado una salida, hacía unas horas se había
quitado la vida colgándose en el patio interior de la vivienda.
Probablemente nunca como hasta esta mañana, José Miguel no había recibido tanta atención de las autoridades. La Polcía, los funcionarios encargados del desahucio y el juez que tuvo que levantar su cadáver llevaban escrita su dirección y muy probablemente su nombre. Pero llegaron tarde. Si el Estado le hubiese lanzado otros cabos, si se hubiese ocupado antes de él, probablemente, hoy, no sólo no hubiesen llagado tarde, si no que jueces y policías no hubiesen sido necesarios.
Aunque habitualmente no se informa de estos hechos, sé, y es
relativamente lógico que así sea, que hechos como éste son más habituales de lo
deseable. De hecho, en una ocasión escuche comentar en la radio a un secretario
judicial comentar que en más de una ocasión se encontraban con casos parecidos
al acceder a una vivienda para su desahucio.
Estoy seguro de que la historia de José Miguel no abrirá
telediarios, como lo hicieron el suicidio del jubilado ateniense que se quemó a
lo bonzo para no tener que buscar comida en los contenedores o la del joven
informático tunecino que con la llama que prendió su cuerpo rociado en gasolina
encendió la primavera árabe. Estas historias, no por más oscuras, menos heroicas,
no tienen sitio en la portada de los telediarios, pero estoy seguro de que los juzgados
están llenos de ellas.
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