La verdad, no sé de qué nos asombramos. No sé qué es lo que
nos extraña de la actitud del ministro de Educación y Cultura. Mo sé por qué
alucinamos en colores cuando comprobamos el desprecio con que trata, por
ejemplo, la escuela pública. El como buen pilarista que fue sabe que el mundo
se divide entre quienes apellidos y patrimonio y quienes no son más que ese
triste quiero y no puedo de quienes, en lugar de defender y mejorar la escuela
y los institutos del barrio, hacen juegos malabares para llegar a final de mes
después de haber pagado el carísimo colegio de élite al que mandan a sus hijos
para convertirles el resto de su vida en desclasados condenados de piedra a las
fiestas de los ricos y poderosos.
Conozco algún caso de gente humilde de mi barrio, con un
oficio humilde, que se esforzaron en echar el resto en la educación de sus
hijas, llevándolas a un elitista colegio bilingüe, compartiendo aulas y patios
con compañeras a las que jamás pudieron invitar a un cumpleaños en la humilde
casa a la que, como cenicientas de uniforme, tenían que volver todos los días,
como invitadas incómodas un mundo que no es ni será el suyo.
Todo esto viene a cuento de la última bengala lanzada por el
ministro Wert, acostumbrado a prender fuegos donde no los hay con el único fin
de desviar la atención de lo verdaderamente importante que, aquí y ahora, no es
otra cosa que el enorme deterioro que se ha producido en la enseñanza pública.
Un deterioro orquestado por este ministro y los consejeros territoriales del ramo
que no persigue otra cosa que la expulsión del paraíso de la enseñanza
universal, obligatoria y gratuita a quienes pueden hacerles sombra en el
control político y económico de este país.
El fogonazo de ayer no tenía otra finalidad, conseguida de
pleno, que la de hacernos hablar de su presunta torpeza antes que del desastre
hacia el que lleva todo lo que depende de su departamento.
Si hablamos de os pobres niños catalanes
"condenados" a no sentirse orgullosos de ser españoles, no lo hacemos
de los niños amontonados en clases abarrotadas en las que, por no tener, no
tienen un pupitre en el que sentarse, porque no cabe en el aula, ni existe la
posibilidad de repartirlos en dos aulas, porque el profesor que tendría que hacerse
cargo de ella fue despedido hace meses.
Si hablamos de la españolización de los alumnos de las
escuelas en Cataluña, no hablamos de esos casi dos millones de niños españoles
que, hasta ahora, hacían su única comida, si no decente, sí ordenada dentro de
la escuela, de la que ahora se les ha excluido.
Si hablamos de este conflicto inventado, algo que se ha
podido comprobar una y otra vez, en los tribunales, no hablamos de los
privilegios que se siguen financiando a los colegios sectarios, elitistas y confesionales,
como ese al que fue el ministro, mientras miles de profesores, los que marcaban
la diferencia de la calidad en la enseñanza pública, son enviados al paro con
el tenebroso horizonte de ser repescados por mucho menos dinero por esos
colegios que se llevan el dinero que debería haber ido a los centros públicos
donde ejercían.
Pero, más allá de todo eso, lo que no deja de ser
preocupante es el verbo empleado por el ministro Wert y que no es otro que
"españolizar". Un verbo que suena a evangelizar, adoctrinar, deformar
y uniformar. Parece que, en un territorio caracterizado por el gran prestigio
de sus pedagogos, quiera volver a aquellos tiempos en que a los niños se les
quitaba la fea costumbre de hablar su lengua, el catalán, a hostias.
Esa es la diferencia entre una educación en libertad, de
valores y solvente como la Educación para la Ciudadanía y la franquista
Formación del Espíritu Nacional a la que nos quiere devolver Wert, que nos
querría con el babi a rayas, el brazo en alto y la cara al sol.
Ayer tarde, mi amigo Isaías Lafuente lo explicaba
certeramente en twitter "No me gusta que se españolice a los niños
catalanes, como no me gustaría que se españolice al mío que es madrileño".
Pues eso.
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