Andan preocupados los partidos que concurren a las próximas
elecciones por el drástico descenso de intención de voto en las encuestas. Una
preocupación que debería ser mayor y menos egoísta si son capaces de entender
que el problema no va a ser cuántos votos habrán perdido cada uno de ellos en
las urnas, sino cuántos votos van a perder las urnas.
Día a día, sondeo a sondeo, queda claro que los ciudadanos
han dejado de confiar en los partidos que, hasta hace apenas unos meses,
polarizaban a la gran mayoría del electorado. Porque si en las últimas
generales el PSOE, a consecuencia de la gestión de la crisis, se vio abandonado
por muchos de sus votantes, esos que marcan la diferencia y otorgan o niegan
las mayorías, en las próximas, al PP le va a ocurrir otro tanto y quizá más estrepitosamente.
Habrá que ver si ese desapego de los votantes al PP y al PSOE,
que no parece levantar cabeza, se va a traducir en un apoyo a otras fuerzas
políticas, marginadas hasta ahora por los votantes y por la injusta ley D'Hont,
instaurada para estabilizar la entonces joven democracia española y responsable
de ese bipartidismo que, a la postre, ha llevado a la fosilización del sistema.
Esa fosilización, ese bipartidismo casi obsceno, ha servido
mientras los tiempos han sido de bonanza, pero, ahora, cuando ya no queda
harina que repartir, autovías, hospitales o nuevas líneas de AVE que inaugurar,
todo es mohína y desapego hacia esos gobiernos y, también, esos representantes
que tan poco parecen haberse interesado por sus votantes.
Los ciudadanos tienen derecho a la desconfianza, porque
ninguno de los gobiernos, autonómicos o de la nación, les avisaron, mucho
menos, les protegieron de la crisis que se les venía encima. Ninguno de esos
gobiernos hizo lo más mínimo para cambiar las reglas e impedir que los obscenos
beneficios de algunos durante la bonanza económica fuesen a parar a la
sociedad, perdiéndose en inversiones meramente especulativas y, quién lo sabe,
probablemente se han convertido en munición contra la deuda que ahora nos
asfixia.
Los ciudadanos ven que la mayoría de las leyes perjudican al
más débil -no hay más que reparar en los desahucios cada vez más cotidianos y
cada vez menos selectivos- y que nadie hace nada para remediarlo. Quizá por
ello, en el mejor de los casos, los ciudadanos van a dar su voto a formaciones
que, como Izquierda Unida o UPyD tienen como bandera el estar apañas
contaminadas por el poder. Está claro que u buen susto a los autores del desastre
sería bueno, pero ¿sería la solución? Me temo que no y creo que haría falta
algo más. Sería necesaria una nueva fuerza capaz de articular con garantías todo
el descontento y todas las buenas iniciativas, que las hay y muchas, de los
movimientos ciudadanos del 15-M y 25-S. Yo, desde luego, si se dan esas
garantías, estaría dispuesto a darles mi voto.
Sería bueno que esas voces entrasen en el Parlamento y lo
hiciesen con posibilidades de comenzar a cambiar las reglas del juego. Sin
embargo, la experiencia me dice que en ríos revueltos como éste son los marios
conde y similares quienes echan sus redes al río y acaban llenando su cesto.
Espero, por nuestro bien, equivocarme, pero no estoy seguro. Lo cierto es que
la democracia se tambalea y está en trance de caer por tierra o tomar impulso y
avanzar. Ojalá sea esto último lo que ocurra, aunque cada vez tengo menos
esperanzas.
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