A veces maldigo, qué contradicción, haber tenido una cierta
formación científica y haber sido un ateo temprano, porque una y otra cosa me
impiden recurrir como a veces quisiera al "bendito" recurso de la
maldición y la blasfemia. Y eso, porque, he de confesarlo, tengo la impresión
de que cualquiera de las dos cosas debe ser un buen consuelo, cuando se vienen
abajo las esperanzas, la fe en el futuro y la fe en el ser humano.
Esas ganas las he sentido esta mañana, cuando ha abierto la
edición digital de EL PAÍS y me he dado de bruces con la foto y la historia de
Milagros, que ha perdido su casa por no haber podido hacer frente al pago de un
crédito de 6.000 euros -un millón de pesetas- sobre el que había ofrecido su
piso como garantía. Al conocer la historia de Milagros, su marido y sus hijos
que comienzan a pasar frío, porque ni mantas tienen, siento ganas de maldecir a
los prestamistas que les engañaron, a quienes acaben por comprar su piso que
debe ser ahora tan frío y desasosegante como la ropa de un muerto, a los
policías que dieron cobertura a la ejecución de la sentencia, al juez que la
dicó, aplicando una ley que sabía injusta, y al funcionario que se justificó
diciendo que hoy estaba en ese lado, pero mañana podía ser el desahuciado.
Me gustaría maldecirles, a sabiendas de que mis desesperados
deseos pudiesen cumplirse. Me gustaría decirles aquello que una vez escuché a
una gitana, eso de "así te dé un mal que cuanto más corras más te duela y
cuando te pares te mueras". Me gustaría poder llenar de basura el panteón
de los santos, pero no creo en ellos y, así, sólo podría ofender a quienes lo
hacen, sin obtener ningún consuelo en ello, aunque a veces pienso que no está
mal escandalizar a tanto hipócrita y pacato como se da entre ellos.
De todos modos, pienso que no estaría mal disponer de tres
deseos que, como en los cuentos de las mil y una noches, pudiesen cumplirse. Y
no pediría el bien para mí ni para nadie, porque la experiencia me dice que
todo bien implica en sí mismo una maldición. Pediría directamente el mal para todos
aquellos, cobardes, reglamentistas e hipócritas que utilizan o hacen cumplir
las leyes a sabiendas de que son terriblemente injustas. Pediría por ejemplo que
se viesen obligados a vivir la vida de aquellos a los que más hubiesen
perjudicado con sus acciones o sus inacciones.
Y, si fuese posible, me gustaría disponer de una especie de súper
poder para, cerrando los ojos, poder cambiar el membrete y los rótulos de todos
los documentos y las dependencias del ministerio que ocupa Gallardón.
Cambiarlos por los de "Ministerio de las Leyes", porque está claro
que de Justicia no es.
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