Recuerdo que, de pequeño, mi madre ponía a manudo cebolla en
algunas sopas y, sobre todo, en las lentejas, riquísimas por otra parte. Lo
hacía para darles el buen sabor que tenían y hoy, cuando yo mismo las cocino,
le supongo una buena cantidad de cebolla que paso por la batidora antes de
terminar la cocción. Pero a mí, que ni soportaba entonces ni soporto ahora su
textura, encontrarme la cebolla en mis lentejas o en mi sopa era casi como una
afrenta. Más, cuando mi madre, para que las comiera, negaba la existencia de lo
que yo estaba viendo en mi plato y que me producía arcadas incontenibles.
¿Qué consiguió mi madre con ello? No que acabase
acostumbrándome a ver la cebolla asomar en mi comida y mucho menos que
disfrutase de ella como creo que hay quien disfruta, no. Lo que consiguió es
que le perdiese la fe en todo lo demás. Lo mismo me ocurrió con los curas, la
iglesia y su tinglado. Tanto amenazarme con las penas del infierno y con
terribles enfermedades si no me sometía a la absurda castidad que predican y
rara vez practican, tanto afear lo que no es más que un impulso y un
comportamiento natural que aquel día en que me acerqué al altar a comulgar en
pecado, sentí alivio y no tormento, al comprobar que todo era mentira. Eso,
dejar de ir a misa los domingos como quería mi madre, navarra y católica
practicante fue todo uno.
Lo mismo me ha ocurrido en el trabajo y en la vida. Me
molesta sobremanera que engañen o que traten de hacerlo. Al primer renuncio que
le descubro, pierdo la fe en quien sea. Por eso me esforzaba en comprobar los
datos de mis informaciones y por eso aconsejaba a mis compañeros que hiciesen
otro tanto, porque siempre y más en la radio, hay alguien al otro lado que se
va a dar cuenta de que, con buena o mala voluntad, lo que dices es exagerado o
sencillamente falso y va a perder la fe en ti y en el medio para el que
trabajas.
Quien se siente engañado por alguien una vez no tiene
obligación de creerle en todo lo demás y quien engaña una vez puede sentirse
tentado por el tobogán de la mentira, como constantemente lo hacen los palmeros
del gobierno, especialmente los que engordan en los establos digitales donde
tan graciosamente les dejó instalados doña Esperanza Aguirre, antes de sus
lágrimas de despedida. Un solo ejemplo: Herman Tertchs, ese esperpéntico
personaje de la derecha más montaraz que voló muy alto en los despachos de EL
PAÍS -todo acaba por tener sentido- dejó grabado el martes su sermón para ser
emitido después de las doce de la noche del miércoles, una vez concluida la
huelga, en el que hablaba del fracaso de las movilizaciones sin que si siquiera
hubiesen comenzado y consciente de que la televisión de la que cobra iba a
dejar de emitir cualquier programación.
Pero lo de Tertchs sería una anécdota frente a las grandes
mentiras del Gobierno y su partido, capaz de dejar las farolas encendidas a
plena luz del día para maquillar las cifras de consumo eléctrico y, con ellas,
la estimación del seguimiento de la deuda, capaz también de decir al mismo
tiempo que la huelga ha fracasado y que le ha costado a España cuatro mil
millones de euros, capaz, en fin, de retorcer la realidad hasta acomodarla a
sus oscuras necesidades.
Pero si alguien se lleva la palma de la mentira, esa es la
delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, que fue capaz de decir que
a la manifestación-concentración de Madrid -era muy difícil moverse y acabó
llenando los grandes bulevares que quedan en Madrid- sólo habían acudido 50.000
personas ¿Es que no se da cuenta de que fuimos muchos los que estuvimos allí,
es que no ha visto las fotos de su helicóptero?
No sé qué puede moverles a mentir de esa manera. La gente
está harta de saber que, según su policía, en el Madrid Arena había entre
quince mil y veinte mil jóvenes y que en el Bernabéu caben cerca de noventa mil
personas. Y anoche, señora Cifuentes, en las calles de Madrid había más de una
docena de bernabéus y los que estuvieron allí no volverán a creerla nunca más.
Ni siquiera cuando les dé la hora.
Luego habrá quien, como Rajoy, se atreverá a decir sin
sonrojo que la realidad le ha impedido cumplir su programa. Que hable con
Gallardón y Fernández Díaz, tan distintos en su vida privada y tan complementarios
en la pública, para que detengan a esa realidad tan tozuda y desagradable.
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